Ante los 200 años de la independencia hispanoamericana (I)

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¿Son las naciones de habla hispana de América, desgajadas del Imperio español a través de un proceso iniciado hace ahora doscientos años, una invención al socaire de los nuevos aires que soplaban por aquellas calendas, o hunden sus raíces en lo profundo de Occidente a través de la nación descubridora del Nuevo Mundo?

 

Hay respuestas, alguna sin excesivos fundamentos, para todos los gustos, pero es innegable que cuando, con plenitud o sin ella, iniciaron la andadura sin tutelas españolas, lo hicieron al amparo de instituciones creadas a lo largo de tres siglos de colonia. Prueba de ello sería que las actuales naciones hispanoamericanas, con alguna excepción como Bolivia, segregada por estrategias de la guerra emancipadora del Alto Perú por Simón Bolívar, corresponden a las delimitaciones políticas, territoriales y administrativas que imperaban hace doscientos años.
El caso de Venezuela es uno de los ejemplos más significativos: su existencia política es prácticamente una creación de Carlos III en 1777, como se desprende de la lectura de la Constitución de Venezuela cuando al fijar sus límites  establece: «El territorio y demás espacios geográficos de la República son los que correspondían a la Capitanía General de Venezuela antes de la transformación política iniciada el 19 de abril de 1810…» Es significativo, además, porque fue Venezuela el foco principal del movimiento emancipador, con la curiosa paradoja de que aquella creación política reciente, soportó la carga más pesada en las jornadas que culminaron mediada la década de los veinte del siglo XIX en la independencia, con excepción de Cuba y Puerto Rico, del Imperio español en América
La conmemoración de este segundo centenario es ocasión propicia para recordar algunas interpretaciones que se han producido al respecto. Angel Bernardo Viso, en un ensayo histórico, Venezuela: identidad y ruptura, que subtitula La historia como estado de conciencia, el pasado como introspección y vivencia colectiva, al analizar la situación actual, producto del proceso iniciado a principios del siglo XIX, dice que «vemos en nuestro continente agitarse formas confusas y caóticas de vida colectiva, que nos hacen mirar nuestro presente como la expiación de una culpa.» Interpretación a la que agrega que percibe « nuestra historia, salvo algunos momentos afortunados, como una sucesión de vías sin salida, y que invariablemente han conducido a nuevos atolladeros.»
¿Latinoamérica o Hispanoamérica?
Como punto previo para entrar en cualquier disquisición alentada por la circunstancia bicentenaria conviene abordar el tema de la definición adecuada al referirnos al antiguo Nuevo Mundo, valga el oxímoron. Nos referimos a la debatida cuestión acerca de cuál es la denominación más apropiada: ¿Latinoamérica o Hispanoamérica?
Aun cuando el término “Iberoamérica” se hace de uso obligado al referirnos a las naciones situadas en los dos hemisferios de América para incluir a Brasil, ese coloso aislado lingüísticamente de su entorno, el cual, para vencer el riesgo de incomunicación impone el español como idioma de obligado estudio, la cuestión a debatir se centra en la utilización de la palabra que con mayor rigor se incline por Latinoamérica o Hispanoamérica. Ya opinó al respecto Unamuno, cuando dejó en el aire la pregunta: “Latinoamericanos por qué, acaso hablan latín?” Quería significar don Miguel aquello de que somos lo que hablamos, argumento que de entrada es irrebatible. Sin embargo, la polémica está envuelta en sutilezas, intencionalidades y fines interesados en opacar la presencia española desde los albores del descubrimiento hasta nuestros días, y a fe que lo han logrado. Si en la propia España actual, el término “Latinoamérica” ha adquirido carta de ciudadanía, relegando “Hispanoamérica” al ámbito patrimonial del régimen extinguido con el fallecimiento de Franco, y arrinconando la palabra prácticamente al menosprecio, huelga hacer oposición en el resto del mundo.
Pero lo cierto es que el uso de “Latinoamérica” que se ha impuesto permitió al escritor venezolano Carlos Rangel, en su obra Del buen salvaje al buen revolucionario, curiosamente un éxito de librería después de treinta años de su aparición, terciar en el caso: «Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser.» Y al referirse a la América cuya denominación a reivindicar sería Hispanoamérica, se extiende: «Esa diferenciación de la América española procede, evidentemente del sello que dieron sus conquistadores, colonizadores y evangelizadores. Se trata de uno de los prodigios más asombrosos de la historia, pero está a la vista, es irrefutable. Hay controversia sobre el número exacto de los “viajeros de Indias”. Pero en todo caso fueron apenas un puñado de hombres, entre marinos, guerreros y frailes. Y esos pocos hombres, en menos de sesenta años, antes de 1550, habían explorado el territorio, habían vencido dos imperios, habían fundado casi todos los sitios urbanos que hoy todavía existen (más otros que luego desaparecieron), habían propagado la fe católica y la lengua y la cultura castellana en forma no sólo perdurable sino, para bien o para mal, indeleble.»
De esto puede deducirse que española y no latina es esa América fundada en el aporte español iniciador de la portentosa aventura genésica creadora del mestizaje. América Latina o Latinoamérica es invención de franceses o de anglosajones, que aunque se ha implantado, constituye un caso de flagrante despistaje histórico.
El caso es que a pesar de la división en 18 naciones, que como queda dicho tiene su origen en el propio desarrollo de la colonia, la América española tiene corporeidad, haciendo caso omiso de su fraccionamiento. Lo que confiere significación especial a este hecho se debe a la circunstancia de que los primeros españoles que llegaron al Nuevo Mundo no se encontraron con un vasto territorio unido por lazos culturales o por civilizaciones, sino disperso, variado, e incluso dentro de sus especificidades, mundos en pugnas de exterminio. Fueron las instituciones españolas y fundamentalmente la Corona, el factor aglutinante. Las culturas de los por error llamados indios, acabaron perdiendo su pasividad unitaria para integrarse en las sociedades hispánicas cimentadas progresivamente durante el desarrollo del proceso de conquista, colonización y evangelización. Otro factor aglutinador lo constituye la adquisición de la conciencia de su derrota frente al conquistador con las secuelas de exterminio por doble motivo: enfrentamiento y enfermedades importadas; y acaso el más importante de todos: el mestizaje.
Incluso el indigenismo tan en boga actualmente adquiere un carácter que lo hace presentable en bloque alimentado por el cordón umbilical que transmite a todas las naciones la unidad lingüística, la religión, practicada o yacente, y una serie de usos y costumbres, heredadas de un tronco común que imprimió, como los sacramentos, carácter.
Cualquiera que sea la denominación que se quiera aplicar a la comunidad que se da en las naciones que dieron sus primeros vagidos en el claustro fetal de la conquista, colonización y mestizaje, y que nacieron con la Independencia, constituyen junto con España una realidad que prevalece por encima de cualquier pretensión caprichosa que se proponga negarla o destruirla.

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