Ante la herida absurda de la vida

La pastilla de la felicidad

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Están los médicos e investigadores farmacéuticos empeñados en encontrar la solución definitiva al mal del siglo, antiguamente llamado melancolía, afección propia de señoritas lectoras de “Cumbres Borrascosas” y otros excesos librescos; hoy se conoce como depresión y se ha vuelto dolencia democrática: sufren de ella el cartero, el futbolista, el presidente de una multinacional y su guardaespaldas.

Todo el mundo tiene derecho a nutrir su historial médico con dolamas de empaque. Sufrir hemorroides, por ejemplo, ha dejado de ser cosa de pobres para convertirse en contratiempo interclasista. A la inversa, el malestar de los ricos, el trastorno de los espíritus elevados, ha conseguido situarse entre los achaques más populares. Antes, los pobres como mucho padecían de los nervios; las damas de sociedad, un poco de neurastenia y, en ocasionas, su mijilla de histeria, que se pasaba volando con una buena infusión de tila y dieta a base de Agua del Carmen. Hoy las ciencias han adelantado mucho, poniendo al alcance del pueblo llano las psicopatías depresivas. Si son de carácter severo, mucho mejor. A grandes remedios, grandes males.
Lo último en la ciencia que estudia los sufrires del alma: la universidad de Iowa y el Centro Médico de Veteranos de esta ciudad estadounidense, han descubierto una proteína del cerebro que participa en la conducta del miedo y la ansiedad, lo que podría representar un gran avance en las terapias contra la depresión. Bueno, pero que sea verdad y de una vez por todas. La noticia, recogida en todos los medios de comunicación, especialmente los divulgativos científicos, recuerda demasiado a alharacas pretéritas, como el famoso Prozac, droga que curar, lo que se dice curar, no curaba la depresión; eso sí: mantenía por una temporada al paciente en estado tan virtuoso de gilipollez, que el sustitutivo parecía incluso eficaz. Luego, claro, el consumidor de la pastilla de la idiocia se daba cuenta de que la sidra El Gaitero y el Cumières 2003 de Duval-Leroy no son lo mismo. Una cosa es estar bien y otra, flotar en el mundo cual vulano, casi igual de sensitivo, a verlas venir.
A las pastillas esas que combaten –nunca previenen–, la ansiedad, la depresión, la angustia, las fobias, etc., servidor les tiene fe como paliativos más o menos eficaces. En mi entorno familiar, sin ir más lejos, las consume hasta el perro. No exagero. El veterinario ha recetado al bicho una medicina titulada TrankiDog que, asegura, es mano de santo para la conducta en extremo nerviosa del animal, seguramente contagiado por el ambiente, pues no tiene el pobre quien lo saque a pasear, le eche de comer o le haga cucamonas sin llevar en el cuerpo, mínimo, su pizca de Lexatín. Oigan, que podría ser mucho peor. Sin ir más lejos –porque sería lejísimos–, la familia de Malcolm Lowry conjuraba las depresiones, el stress y los malos rollos metiéndose whisky por litros, de manera que en llegando la hora cenar se sentaban a la mesa del patriarca, le daban al trinque y ya no se levantaban hasta el día siguiente. Dormían derrumbados sobre el tapete lleno de manchurrones. O sea, que menos mirar con la ceja levantada: lo que se receta en el médico y se vende en la farmacia no puede ser malo.
Que sane, ya es otro cantar. Pero como no se trata de curarse de nada porque el daño es consustancial a la herida absurda de la vida, sino de pasarla lo más decentemente que se pueda, sólo una exigencia podemos plantear los aficionados a las chuches benzodiacepínicas: si las trabajan y estudian, que las inventen a modo. Que no suceda como con el Prozac y otros reconductores del sentimiento: al principio serenos y al final borrachos de insensata abulia. Que hagan la gracia bien hecha, con los componentes básicos de la vida, amor y trabajo, concentrados en una esencia que sepa a turrón de chocolate. Ah…, que por lo visto, me dicen, la vida sentimental de la gente no va muy allá, y del trabajo para qué hablar. Pues nada, no se apuren nuestros científicos. Metan más sabores de turrón, de más clases, en la pastilla de la felicidad. Pero invéntela de una vez, hombre, que hay muchas criaturas en lista de espera.
 
© La Opinión de Granada

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