La dignidad imperial, tanto como el goce el poder (placer donde los haya…) supone una pesada carga, una servidumbre que si se ejerce con auctoritas moral, puede acarrearle a quien tiene el cetro tantas hieles como mieles. Y en mayor medida cuando la llegada a la cima ha estado precedida por una exhibición carismática, que por su propia dinámica, ha generado expectativas para cuyo cumplimiento, además de dotes personales, se requieren asistencias rayanas en la taumaturgia. El yes we can, coreado en la noche electoral norteamericana por miles de voces con los ojos esperanzados por la llegada de una nueva era, representaba todo un estado de ánimo. Se vislumbraba un new deal de Roosevelt, una nueva frontera de Kennedy, un nuevo tiempo que abre interrogantes de difícil respuesta.
Uno de los aportes más importantes de Obama al escenario norteamericano está constituido por su negritud, pero de una negritud de amplia presencia en el país, que viene a disolverse definitivamente en el melting pot que constituye una de las características esenciales del país. Es evidente que Obama ha llegado a la presidencia de los Estados Unidos por su condición de negro, aun cuando lo sea racialmente en una gradación del cincuenta por ciento. El color de su piel movió, sin embargo a romper la apatía de abstencionismo electoral que en Estados Unidos se cifraba aproximadamente en la mitad de los llamados a votar, motivando a los negros a elegir un hombre en el que veían cumplidas sus aspiraciones de integrarse definitivamente en una nación en la que se sentían discriminados. Cualquiera que sea el resultado de la gestión del nuevo presidente, a partir de ahora habrá un antes y un después en la vida de la primera potencia del mundo.
El I had a dream de Martin Lutter King, tras largo y penoso recorrido viene a realizarse en el we can esgrimido como slogan en una campaña que, entre otras características, se distinguía por una desmesurada diferencia con el candidato republicano en la captación de fondos para cubrir los cuantiosos costes de una presencia en medios de comunicación que ha marcada época.
Pero Obama, como tantos hombres y mujeres norteamericanos, representa la posible, y ya realizada en gran parte, superación del límite sociológico que imprimía en los negros una autoexclusión para escalar altas posiciones. Ha convertido la pigmentación de su piel en un simple accidente. Largo ha sido el recorrido: desde su captura, omitiendo su condición humana, producto de pugnas tribales entre etnias del mismo color, su venta a traficantes europeos y su llegada como carga a América en su condición de esclavos, una historia triste, mísera y sin horizontes fue transmitida de generación en generación hasta el cumplimiento de sueños que parecían inalcanzables.
A partir de ahora, purpurado en la Casa Blanca, centro de decisiones de alcance planetario, no tendrá reposo y los sueños tendrán que acoplarse a la cruda realidad. Es probable que la presencia cercana del Potomac le tiente a homologarlo con el Rubicón y, en parodia del triunfador de la guerra de las Galias, anuncie que la suerte está echada, llevándole la memoria de estos dos ríos a recordar otros dos que constituirán motivo de honda preocupación: el Tigris y el Eufrates.
Recibirá un país empantanado en la vieja Mesopotamia en una guerra de problemáticos resultados y de difícil salida, al margen de anuncios destinados a satisfacer anhelos de amplios sectores de la nación. Pero una cosa son los deseos y otra la realidad, la cual impondrá una presencia militar en cuantía y límite de tiempo de difícil pronóstico. Por lo demostrado hasta el momento, puesto de manifiesto en la composición de su futuro gobierno, se desprende que Obama no ignora el principio que le obligará a establecer un orden de prioridades y que, además, no va a ser posible satisfacer todas las esperanzas ni atender todos los males del mundo que recibe. Tendrá que centrarse en los asuntos más vitales dejando otros en vías de solución por su propia inercia.
Algunas de las decisiones que tome en asunto tan espinoso como la definición del papel militar de Estados Unidos en Irak, harán recordar la recomendación del marqués de Salinas de Lampedusa, cuando aconsejaba la necesidad de cambiar algo para que todo siga igual. Si bien ya existe un principio de acuerdo para que las fuerzas de combate sean erradicadas de las ciudades para fines de junio, un cambio de nombre hará inevitable la sustitución e impondrá la adopción de nombres como «instructores» o «asesores»
Ante esta situación problemática, Obama se encontrará con la gran dificultad de poner fin a la guerra, ofrecimiento ambiguo que tanto crédito le reportó durante la campaña electoral. La inclusión de nuevos asesores militares –el secretario de Defensa, Robert Gates, y el almirante Mitre Mullen, jefe del Estado Mayor conjunto—ambos heredados de su antecesor, permite deducir que en Irak quedarán, por un tiempo no definido, miles de soldados en misión de guerra, cualquiera que sea la denominación que se les asigne.
Las idílicas pretensiones impulsadas alrededor de Obama durante la campaña electoral , en el sentido de que desde la presidencia atendería con prioridad los asuntos nacionales, no permitirán al nuevo mandatario eludir los compromisos morales y materiales que Estados Unidos tiene en el mundo. En este sentido conviene recordar que los demócratas han sido más proclives a la intervención en el exterior que los republicanos, partidarios preferentemente del aislacionismo. Téngase en cuenta que el siglo pasado, los presidentes demócratas –Wilson y Roosevelt, Kennedy, Jhonson y Clinton— propiciaron la intervención de Estados Unidos en la primera y segunda guerras mundiales, Vietnam y los Balcanes, respectivamente, mientras que Nixon, genuino representante republicano, decidió el abandono del desangradero de Vietnam, modificando asimismo sus relaciones con la República Popular China.
Es oportuno recordar que George W. Bush era conocido antes de su llegada a la presidencia como más inclinado a atender el patio doméstico que a aventurarse en el exterior. Pero el atentado terrorista de las Torres Gemelas del 11 de septiembre, en el arranque de su mandato, le catapultó a Afganistán y a Irak, operación ésta última de dudosa necesidad y de nefastos resultados para su popularidad. A toro pasado es fácil, por lo evidente, además, demonizar a Bush a la vista de una conclusión de la guerra nada satisfactoria por ahora. Será la Historia la encargada de dictar el veredicto de la gestión de un presidente al que en el transcurso de su mandato le tocó bailar con la más fea.
No podrá Obama recibir la herencia del pasado reciente a beneficio de inventario, y le corresponderá asumirla con todas las consecuencias. Aunque ha expresado sus críticas por la guerra de Irak, ha sido claro al sostener que la verdadera guerra no concluida con éxito por haberse dispersado Bush en la aventura mesopotámica, está en Afganistán, refugio de Ben Laden y de los talibanes fortalecidos por la poca eficacia de la fuerza militar que los enfrenta. Lejos de abandonar el escenario, propugna incrementar desde ahora el esfuerzo multinacional de la guerra inconclusa. Difícil tarea en ese espacio geográfico que es un auténtico galimatías histórico, donde Buda y Zoroastro han ejercido influencias en su cultura, aunque a la larga se haya impuesto el predominio del Islam. En Afganistán, el clan bélico que ejerció el poder a la largo de la Historia impuso la guerra como la principal actividad desde tiempos inmemoriales. De tal manera que a pesar de la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para que una fuerza internacional ayude al gobierno del presidente Hamiel Kalsai a estabilizar el país, la guerra permanente constituye un obstáculo de difícil superación. En ese colchón de invasiones donde ingleses y rusos han fracasado en sus intentos de dominio en tiempos recientes, Obama se dispone a fijar su atención.
Y Palestina. En un espacio caracterizado por tanta historia para tan poca geografía, no faltan los que pronostican que no existen soluciones para un conflicto cíclico de tan larga duración, el cual se ha incrustado en la zona como una costumbre. En ese Oriente Próximo, cuna de civilización, Tierra Santa de cristianos, judíos y musulmanes, ha sido históricamente tierra de conflictos religiosos y territoriales que llegan a nuestros días con la guerra, que con treguas horarias muestra en la franja de Gaza su rostro ensangrentado.
Cualquiera que sea la apreciación histórica que Obama tenga de una zona tan complicada, tendrá que centrarse en el peligro que encarna la manifiesta actitud de Hamas, que no oculta su intención de borrar del mapa el Estado de Israel, para lo cual cuenta con la no oculta ayuda del Irán de los ayatolas, a punto de convertirse en potencia nuclear con un primer objetivo declarado.
Antes de cumplirse los arbitrarios cien días de gobierno, esa tradición a través de la cual se trata de auscultar un futuro impregnado como siempre de riesgos e incertidumbres, el presidente Barak Hussein Obama tendrá ocasión de comprobar que el político es al estadista lo que el amante al marido. O en otras palabras, que no es lo mismo predicar que dar trigo.