Probablemente Dios no existe, aunque todo el mundo sabe que las causas de lo probable son los accidentes de lo posible. De tal manera sería preciso un anterior desequilibrio, definitivo, en los ámbitos de lo conjeturable, para que esos anuncios que van a lucir en los autobuses de Barcelona y Madrid sobre la cuasi inexistencia de Dios tuvieran algún sentido. Lo que no tiene sentido, ni desde el punto de vista ateo, agnóstico y mucho menos creyente, es la conclusión práctica del ambiguo mensaje: "Deja de preocuparte y disfruta de la vida".
Probablemente Dios no existe, aunque todo el mundo sabe que las causas de lo probable son los accidentes de lo posible. De tal manera sería preciso un anterior desequilibrio, definitivo, en los ámbitos de lo conjeturable, para que esos anuncios que van a lucir en los autobuses de Barcelona y Madrid sobre la cuasi inexistencia de Dios tuvieran algún sentido. Lo que no tiene sentido, ni desde el punto de vista ateo, agnóstico y mucho menos creyente, es la conclusión práctica del ambiguo mensaje: “Deja de preocuparte y disfruta de la vida”.
A ver que yo me aclare. Si alguien —persona física o jurídica, individuo o grupo—, acomete la hazaña filosófico-teológica de demostrar o acercarse milimétricamente a la demostración de la inexistencia de Dios, y organiza una campaña pública que proclame tan fenomenal hallazgo —lo que debe costar unos duros, supongo—, y todo ese esfuerzo y gasto y fanfarria se reducen finalmente a enseñanza tan hortera cual el célebre don’t worry, be happy…, pardiéz, o mejor dicho, ¡Vive Dios! Para ese viaje no necesitábamos alforjas. Las maravillas del don’t worry, be happy ya estaban sobradamente argumentadas en la popular canción de Bobby McFerrin, de la cual se hizo muy célebre en los años 80 la versión en clip musical. Sonaba a todas horas y se veía en todas las cadenas de TV, si me acordaré yo…
Sin embargo, el propósito de las asociaciones de ateos con esta campaña de publicidad parece distinto al puramente lúdico. Al menos eso afirman. Se ponen trascendentes —algo aporístico después de haber convertido el asunto en materia de publicidad ambulante—, y aseguran que la supuesta existencia de Dios es motivo de dominación ideológica por parte de las múltiples iglesias terrenales —sospecho que colocan a la católica en primer lugar del ranking—; y aseguran asimismo que las religiones nunca han servido para hermanar a los seres humanos, sino para dividirlos y enfrentarlos sanguinariamente en nombre de la creencia de cada cual. Pues muy bien, yo que me alegro de su capacidad para percibir los fenómenos más evidentes de la Historia; mas no deben de haber caído en la cuenta de que presentan como evidentes dichos fenómenos, porque su análisis de los mismos es por completo superficial, trivial, tanto en la indagación como en el enunciado de resultas. Se llega entonces a la contradicción, algo pueril en sí misma, de rebatir prácticas falaces con argumentos de una debilidad rayana en el sofisma. A eso, cualquier filósofo le llamaría hacer trampas.
Cierto es que las creencias religiosas y las mismas religiones han sido utilizadas secularmente como instrumento tanto de dominación como de agresión de unos pueblos contra otros, pero no es menos verdad que tal uso ideológico —es decir, interesadamente ceñido a los objetivos e intereses representados por la falsa conciencia—, servía al determinado poder de cada momento y situación. Las religiones en sí y per se son absolutamente incapaces de obrar milagros: ni el de que los hombres se entiendan y comprendan, ni el de que la humanidad se mate con las manos puestas en las armas y la mirada en Dios. Las religiones, para esta tarea del conflicto perpetuo, necesitan ser instrumentalizadas por personas, entidades, clases sociales y grupos de poder que pretendan servirse de ellas para sus fines. El problema no está en la religión —una forma tan legítima como otra cualquiera de expresar los anhelos espirituales del ser humano—, sino en cómo se avienen los sacerdotes del templo y los señores del acero para hacer la guerra en nombre de Dios. Puede objetarse a este argumento que tanto da una cosa como la otra, que a fin de cuentas lo que importa son las consecuencias prácticas de cada situación, y por consiguiente las religiones son perniciosas porque con facilidad pueden servir a empresas canallescas. Casi se acertaría, pero no del todo. ¿Saben por qué? Porque la ideología dominante hoy, en nuestra civilización occidental, la que nos aboca a convertirnos en súbditos sin redención de la tríada maldita (trabaja-consume-muere), no es ninguna ideología religiosa, sino la ya célebre, globalizada y al parecer irrefutable predestinación al don’t worry, be happy.
A menos que haya un problema psiquiátrico de por medio, nadie vive preocupado ni angustiado por la existencia o inexistencia de Dios. Más bien es asunto que trae al pairo al personal. Nadie en sus cabales se siente mediatizado en sus posibilidades de ser feliz por la posibilidad de que Dios exista. Y, a qué negarlo, nunca nadie siguió enseñanzas y prédicas del templo que no estuviera decidido previamente a acatar. O sea, que la campaña de los autobuses ateos no soluciona nada en este territorio del sosiego psíquico de la población. Pero eso sí, introduce un elemento perverso, ideológico, en el ya de por sí enrevesado santiscario del ciudadano contemporáneo: presenta la existencia de Dios como causa de malestar en la cultura de los pueblos, al tiempo que plantea la desaparición de esa certeza como radiante camino a la felicidad.
¿De verdad los ateos del autobús creen que la gente va a vivir más feliz, más despreocupada, más conforme, el día que comprenda la inexistencia de Dios? Tan pandos de entendimiento no pueden ser. Prefiero pensar que galanamente, de su propio bolsillo y en uso de las donaciones que reciben, sufragan una campaña encaminada a atribuir a la religión y la idea de Dios la responsabilidad de las penas de este mundo. Lo cual, en una sociedad moderna, de ciudadanos más o menos cultos y conscientes de sus derechos y obligaciones, con más de tres millones de parados, una crisis económica sangrante por agravio de comparación entre la opulencia de los poderosos y las fatigas del hombre quieto ante el semáforo, y, por añadidura, bajo la vehemente sospecha de que la soberanía del pueblo y el ejercicio efectivo de la democracia se escamotea escandalosamente en favor de los dueños del dinero, todo ello, decía y digo antes de perder el hilo, constituye una actitud que puede definirse con dos palabras: cínica y reaccionaria.
Cínica porque, a sabiendas, desvía la atención reflexiva sobre la auténtica realidad de nuestro mundo hacia ámbitos que, a estas alturas del guión, ni pinchan, ni cortan, ni tienen párrafo en el drama.
Reaccionaria porque, no hace falta decirlo, predicar don’t worry, be happy con la que está cayendo es como si el bromista, desfachatado Noé, hubiese vendido a sus vecinos un paraguas “para las cuatro gotas que asoman de aquellas nubecillas”.
Y más nada digo, aparte de una frase antofagasta que oí ayer a un amigo sobre esta cuestión del ateísmo viario. "Esos autobuses, en La Meca, ¿cuántos kilómetros llegarían a circular?"