A raíz de la condena por injurias recaída sobre García Montero

Libertad de expresión, ¿para todos o sólo para los mandamases?

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Es cierto, debería abrirse un amplio debate sobre la libertad de expresión. Lástima que haya tenido que producirse la chusca circunstancia de dos profesores de la universidad liados a mamporros para que semejante sugerencia aparezca en los periódicos. Deberíamos poder hablar libremente sobre la libertad de expresión, sin necesidad de la redundante paradoja, y ése es el problema. En España, al día de hoy, con la oficialidad cultural reinante y obrante, es casi imposible reclamar libertad de expresión sin sentir la amenaza de esos poderes fácticos y muy reales que controlan con obsesivo celo el panorama de las letras.

¿Libertad para calificar de “perturbado” a un profesor o a quien sea? Muy bien, eso está estupendo siempre y cuando al “perturbado” no le entre el capricho de llevarnos a juicio. Pero no se trata de debatir sobre la libertad de un articulista para escribir los epítetos que considere oportunos, ni siquiera la libertad para exigir que ese profesor renuncie a su libertad de cátedra y deje de explicar su versión sobre la figura y obra de García Lorca. De lo que se trata es de definir cuál es el marco real de ejercicio efectivo de la libertad de expresión, constitucionalmente amparada y en la práctica negada a muchos, demasiados articulistas, escritores, poetas, novelistas, que de forma sistemática ven su obra ignorada, ninguneada, cuando no directamente saboteada por la mano de hierro que lleva el índice a los labios, avisando “¡Silencio!”. Junto al censor siempre hay un íntimo consorciado al que se le llena la boca con el término “libertad de expresión”.

Libertad de expresión significa poder escribir sin miedo. Vuelvo a escribirlo porque en letras de molde la frase queda pimpolluda: escribir sin miedo, eso es libertad de expresión. Miedo a que tus palabras toquen las partes sensibles de quienes todo lo manejan y todo lo dirigen; miedo a que te pongan siete cruces —yo debo de tener setecientas—, y las editoriales y medios de comunicación pongan tu nombre en la lista de aborrecibles y te cueste más publicar una novela que acertar a la primitiva. Miedo a que el periodista a quien has enviado tu libro sea “uno de ellos” y el ejemplar acabe en la papelera, junto a las colillas y las cáscaras de pipas. Miedo a no poder ser nunca lo que siempre hemos querido ser: escritores en un país donde se ejerce la censura previa por vía de poco sutiles filtros editoriales, se discrimina positivamente a los afectos al régimen y se condena a la nada a los díscolos, discordantes, malquistados o simplemente críticos con el poder.

Libertad de expresión para llamar malnacido a cualquier menda ya hay de sobra. La ley ampara ese derecho de la misma forma que ampara el recíproco privilegio de la querella. Hay jueces y tribunales que velan por estos principios básicos de convivencia; jueces y tribunales porque vivimos en una sociedad democrática; si dicha función la ejerciesen policías del pensamiento, agentes de información del Estado, comisarios políticos y demás carroña burocrática, viviríamos en una dictadura. No es el caso.

Por el contrario, sí sucede que el mundo de la cultura y no digamos de la literatura está plagado de informantes, chivatillos, tiralevitas, pelafustanes, codiciosos vigilantes de la ideología oficial y enérgicos verdugos de cualquier palabra que no guste o, peor aún, disguste a los mandamases del cotarro. Se recurre a la muerte civil del escritor desafecto con pasmosa espontaneidad, como la cosa más natural del mundo. Si un escritor no rinde la debida pleitesía a los guardianes de la corrección política, no existe. Sus obras, al olvido.
Nunca habrá un juez que ordene abrir las fosas comunes de la creación literaria, porque nuestra cultura sigue viviendo en 1969, en pleno estado de excepción.

Lo que no merma la desfachatez con que algunos intelectuales orgánicos exigen un debate sobre la libertad de expresión.

¿Libertad de expresión para quién? Venga ya...

 

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