Dos incumplidas premoniciones de 1931, ambas de Manuel Azaña, pueden mostrarse como ejemplo de oxímoron al conjuntar la inteligencia con la torpeza. Una fue la bandera del laicismo, resumida en la afirmación de que «España ha dejado de ser católica», en aciaga confusión de los términos «Estado» y «España». La otra, fechada el 14 de septiembre de 1931, proclamaba urbi et orbe: «España ha entrado en la órbita de la República para siempre. Con bien o con mal, a gusto o a disgusto, la fórmula no es más que República de todos modos. Hay que advertir que una Monarquía en España es físicamente imposible.» En La Codorniz de los años de postguerra esta rotunda afirmación hubiera podido incluirse en la sección «Tiemble después de haber leído».
Dos incumplidas premoniciones de 1931, ambas de Manuel Azaña, pueden mostrarse como ejemplo de oxímoron al conjuntar la inteligencia con la torpeza. Una fue la bandera del laicismo, resumida en la afirmación de que «España ha dejado de ser católica», en aciaga confusión de los términos «Estado» y «España». La otra, fechada el 14 de septiembre de 1931, proclamaba urbi et orbe: «España ha entrado en la órbita de la República para siempre. Con bien o con mal, a gusto o a disgusto, la fórmula no es más que República de todos modos. Hay que advertir que una Monarquía en España es físicamente imposible.» En La Codorniz de los años de postguerra esta rotunda afirmación hubiera podido incluirse en la sección «Tiemble después de haber leído».
La arrogante y desdeñosa torpeza con que Azaña echaba leña al fuego para atizar un laicismo heredero del más rancio anticlericalismo, fue matriz de conflictos de innecesaria enumeración.
La engreída afirmación de republicanismo perpetuo pronto vino a avivar sentimientos que, aunque casi apagados, permanecieron yacentes en algunos españoles que se entregaron al ímprobo trabajo de resucitar lo que, desde el 14 de abril de 1931, era un cadáver: la Monarquía, que desde esta fecha estaría vacante hasta casi cuarenta y cinco años después.
La vuelta de la Monarquía, tras una larga marcha por un camino empedrado de dificultades de diverso tipo, ya entronizada en la historia reciente de España, ha sido, sin asomo de duda, la operación política de mayor envergadura, sin parangón en todo el mundo occidental. Carece de precedentes tanto en España como el cualquier otro país.
La Restauración de 1874, precedida por el destronamiento de Isabel II, la regencia de Serrano, el efímero reinado de Amadeo de Saboya, y la casi nonata I República, se realizó en la persona de Alfonso XII, hijo de la reina expulsada por la Gloriosa de 1868, mientras que Juan Carlos I accede al trono que abandonó su abuelo en vida de su padre, don Juan, conde de Barcelona, el hijo de Rey y padre de Rey que no llegó a reinar y que el destino le impuso relegarlo a un reinado en la sombra. Tras la jefatura vitalicia del Estado encarnada por Franco, el actual Rey de España era coronado, con los restos de su antecesor todavía insepultos.
Tanto para los observadores del momento como para los historiadores, el cómo se produjo la vuelta de la Monarquía constituye una llamativa singularidad. La nota más característica de este hecho radica en que no ocurrió como consecuencia de una revolución, de un conflicto bélico, ni de un golpe de Estado, sino que se trató de la culminación de un régimen ya de por sí singular como el del general Franco, fundamentado en su autoridad personal. Sin embargo, para llegar a la culminación del proceso restaurador, veintiocho años antes se promulgaron las normas previsoras de la sucesión en la jefatura del Estado, y con sólo seis años de antelación, basándose en esas normas, se designó la persona destinada a dar cima al lento recorrido.
En aquellos días del régimen anterior, las diversas familias que lo sustentaban discrepaban entre sí acerca de la futura sucesión, aunque coincidían en que la decisión de Franco prevalecería sobre cualquier otra. Algunos hablaban de los designios inescrutables del Caudillo, más por ganas de engañarse que por apreciar lo que estaba a la vista, que era sencillamente la nunca ocultada decisión del general de que, llegado el momento, su obra culminaría con la vuelta de la Institución milenaria. Faltaba la designación formal del sucesor.
Hay que tomar en cuenta que la variedad de fuerzas políticas y sociales que apoyaron el Alzamiento del 18 de julio no eran todas monárquicas, y que dentro de éstas se daban discrepancias entre carlistas y partidarios de don Juan. Además, entre los carlistas no todos coincidían en su preferencia por un pretendiente, mientras que en los otros fueron surgiendo partidarios de Estoril (residencia de don Juan) y de la Zarzuela (habitada por don Juan Carlos).
Las relaciones entre Franco y don Juan se caracterizaron por la cordialidad inicial, el deterioro posterior que presagiaba una ruptura que no llegó a materializarse, y sucesivos momentos de normalidad. Sin embargo, los hechos vinieron a demostrar que ambos sustentaban posiciones de difícil conciliación. Laureano López Rodó, uno de los artífices de la larga marcha hacia la Monarquía, testimonia que don Juan le confesó en una ocasión: «Yo no he sido antifranquista: he sido discrepante de Franco en muchas cosas».
Uno de los puntos de fricción entre el general y el conde de Barcelona hay que situarlo en los manifiestos que este último lanzó conminando a Franco a restaurar la Monarquía al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo el manifiesto de Lausana marcó un punto de no retorno en la relación de los dos personajes, habiendo servido para poner piedras en el camino que pudo llevarle a suceder en la jefatura del Estado.
Los Príncipes don Juan Carlos y doña Sofía, alejados de algunos consejeros que tuvo don Juan en Estoril, supieron ganarse el aprecio de Franco, y éste, previendo que entraba en la etapa final de su vida propuso la solución de 1969 nombrando sucesor a título de Rey.
Con la perspectiva que nos ofrece la distancia de los acontecimientos, es obligado destacar la perseverancia de Franco en conducir su régimen de excepción a una Restauración realizada en cumplimiento de una legalidad elaborada para ese fin.
Un hecho sorprendente. El torpedo disparado por el Partido Socialista, liderado por Largo Caballero, secundado por la inmensa mayoría de la izquierda, contra la línea de flotación de la legalidad republicana, pudo hundir la República si los que detentaban el poder en octubre de 1934, es decir, el centro-derecha, hubieran aprovechado la ocasión para efectuar un golpe de Estado que diera al traste con el régimen. Sin embargo, no fue así, y por lo menos en lo que se refiere al operativo militar que se enfrentó a la insurgencia, a un general Franco le correspondió parte decisiva en la defensa de la legalidad. Otro intento de resguardar la República, del acecho revolucionario tuvo asimismo por protagonista al general Franco, patente en la carta que le dirigió a Casares Quiroga, presidente del Gobierno, poniéndole en antecedentes del malestar reinante en el Ejército, producto de la violencia desatada en la primavera trágica de 1936, preludio de la guerra civil.
Paradojas de la Historia: al antecesor de don Juan Carlos en la jefatura del Estado le cabe ser considerado como salvador de la República y restaurador de la Monarquía.