Ni capitalismo ni socialismo. ¡Otra cosa!

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En recientes declaraciones efectuadas en Le Figaro[1] ironizaba Jean-Claude Michéa sobre “la derecha que venera al mercado y maldice sus consecuencias”. Lo que quería decir está muy claro: hay que maldecir a ambos a la vez —impugnar tanto la causa del mal como sus resultados. Lo contrario es ignorancia o hipocresía.

Hablemos del mercado o, si se prefiere, del capitalismo. ¿Qué significa combatirlos y derribarlos —o transformarlos?

La frase es importante: condensa lo que piensa tanto la izquierda anticapitalista cuyo pensamiento encarna de forma notoria un Michéa, como la derecha a la que también cabe calificar de anticapitalista (“nueva” empezaron a llamarla hace cincuenta años) y cuyo pensamiento encarna, de forma también notoria, un Alain de Benoist.

Hablemos pues del mercado o, si se prefiere, del capitalismo. Planteemos la cuestión de lo que significa e implica combatirlos y derribarlos —o transformarlos. Tiene razón Michéa: es absurdo (o hipócrita) maldecir solamente el estado de hecho de un mundo cuya precariedad golpea a cada vez más gente y  cuya pérdida de principios, arraigos y belleza lo sume todo en la absurdidad y el sinsentido. Hay que atacar la causa —una de las causas, la más inmediata, sin duda— de tanto despropósito. Hay que combatir ese mercado cuyo dominio de la vida lleva el nombre de capitalismo.

Hay que combatirlo. Pero para poner en su lugar… ¿qué?

¡Ah, la gran pregunta! Porque resulta que esta pregunta ha recibido en la realidad histórica una respuesta que es tan clara como contundente. Y da pavor: se acaba con los desmanes del capitalismo —pretende esta conocida respuesta— erradicando el mercado, liquidando la propiedad privada y sustituyéndola por la propiedad colectiva (en fin, colectiva…: estatal) de los medios de producción.

No es esto, desde luego, lo que proponen ni un Jean-Claude Michéa ni un Alain de Benoist. No es esto de lo que se trata. Pero ¿de qué se trata entonces? Se trata de transformar de arriba abajo el capitalismo, de combatir sus desafueros, locuras y desmesuras sin por ello derruir su base: la propiedad privada y la economía de mercado que están en su fondo —como lo están, dicho sea de paso, en el fondo de todos los sistemas económicos que, con la única salvedad del comunismo, han visto la luz desde el inicio de los tiempos.

Queda la cuestión esencial: ¿en qué consistiría, de qué forma se articularía semejante conjunción de, digámoslo así, capitalismo y anticapitalismo, mercado y anti­mercado? Queda dicha cuestión, pero es de esto —de semejante conjunción de contrarios— de lo que se trata. Al menos para mí, y  entiendo que también para los autores a los que me refería antes, aunque tampoco sabría decir si suscribirían del todo un planteamiento como el anterior, tan “reformista”, dirán algunos.

¿En qué consistiría, cómo se articularía semejante conjunción de capitalismo y anticapitalismo, mercado y anti­mercado?

Y éste es precisamente el problema: que algo de semejante calibre se preste a debate, no esté inequívocamente claro de buenas a primeras.

Pero si la cosa no está tan clara como debería, también es porque hay aquí una cuestión terminológica que la enturbia. Los nombres, no son algo etéreo, evanescente: están llenos de peso y densidad, de olor y sabor. Nombres como los de capitalismo y socialismo están preñados del sentido que han adquirido a lo largo de su andadura histórica y, en particular, de la acción de quienes pretendieron liberarnos del primero de ellos. Si se quiere, por tanto, liberar al mundo de los desmanes del capitalismo, lo primero que se impone es encontrar un término que refleje tanto lo que se debe mantener como lo que se impone abolir.

En tal sentido, un nombre como el de iliberalismo, lanzado a la palestra por el dirigente húngaro Viktor Orbán, refleja bastante bien, en cuanto a la dimensión política de la cosa, lo que quiero decir. Términos como socialmercado, capitalsocialismo… —todo un oxímoron: indispensable cuando de unir contrarios se trata— podrían reflejar lo mismo por lo que hace a su dimensión económica.

¿Qué es lo fundamental del capitalismo?

Lo dicho hasta ahora (y lo que sigue) no tiene estrictamente nada que ver con la visión socialdemocrática de las cosas. Mediante reformas y apaños destinados a fortalecer lo más posible el capitalismo, es éste lo que la socialdemocracia defiende y promueve: el capitalismo en su potencia máxima, en lo que tiene de más fundamental.

Dejémoslo claro una vez por todas: el mercado y la propiedad por cuyo mantenimiento y transformación abogo, no son lo fundamental del capitalismo. Son sólo su base, su sustrato. Como eran también el sustrato sobre el que, con un espíritu y un imaginario profundamente distinto, se apoyaban la vida económica de la Antigüedad grecorromana, la del Medioevo o la del Renacimiento. Lo que define al capitalismo es otra cosa. Lo que lo caracteriza, lo que lo hace único, es la ambición de someterlo todo —la vida, el mundo, la naturaleza, las esperanzas, los sueños, las ilusiones…— al imperio de lo económico, a la avidez de lo mercantil. A esa avidez sin límites que impregna el aire del tiempo y cuya desmesura hace que el gran capital se esté interesando cada vez menos por la producción de cosas para, centrándose en la especulación en torno a cifras, títulos y monedas, ir dando vueltas sobre sí mismo, inagotable, como si buscara el infinito —ese infinito progreso, decían cuando aún creían en él, que sólo puede desembocar en la muerte de la tierra. Y en la del espíritu.

El mercado y la propiedad por cuyo mantenimiento y transformación abogo, no son lo fundamental del capitalismo.

Es eso, es esa muerte lo que hay que extirpar. Con fórceps, si hace falta. Pero no para dejar de tener y  poseer, no para dejar de producir y comerciar, no para dejar de invertir y ganar. Sí…, ¡para ganar también! Dejémoslo claro: también se trata de ganar, de beneficiarse, de lucrarse… No es lo más importante en la vida, tiene que dejar de ser su centro; pero si no se tratara también de ganar y beneficiarse —aunque no a mansalva, no desaforadamente—, ¿quién diablos se arriesgaría, invertiría, produciría?

Todo ello debe mantenerse, pero no como ahora, sino en términos muy distintos. En términos parecidos —digámoslo con este ejemplo— a los que rigen en lo que se ha dado en llamar las pequeñas y medianas empresas: ese ámbito productivo que, ya de entrada, sabe que sus ambiciones siempre estarán limitadas; ese ámbito fundamental en la actividad productiva, que no sólo no tiene nada que ver con la especulación financiera, usurera y mundialista, sino que se cuenta también entre sus víctimas.

Tal es el principio, la idea. Pero ¿cómo ponerla en práctica? ¿Cómo, a partir de ahí, articular y estructurar las cosas? ¿Qué diques levantar, qué acicates fomentar para que los hombres dejen de hacer lo que parece ser su impulso más espontáneo: la ambición de tener y poseer a la que se han entregado como locos desde que se les dejó hacer y dejó pasar (“laissez faire, laissez passer”…) todo cuanto por su cabeza pasó.

Responder a tales preguntas es tarea inmensa, ingente. Razón de más para abordarla con urgencia cuando se denuncia —y la denuncia está más que justificada— que es ridículo “venerar al mercado y maldecir sus consecuencias”. Tan ridículo como maldecir a ambos sin saber (o sin decir) qué colocar en su lugar.

[1] Le Figaro, 31 de noviembre de 2018.

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