En la España que se había acostado monárquica y despertado republicana se produjo un desconcierto, tanto para los que festejaban con júbilo la caída de la institución milenaria, como para los que, pasmados por lo sorpresivo del acontecimiento, atisbaban nuevos tiempos de replanteamientos acerca de cómo encarar el futuro.
En la España que se había acostado monárquica y despertado republicana se produjo un desconcierto, tanto para los que festejaban con júbilo la caída de la institución milenaria, como para los que, pasmados por lo sorpresivo del acontecimiento, atisbaban nuevos tiempos de replanteamientos acerca de cómo encarar el futuro.
Dos sectores se perfilaron como sustentadores de diferentes corrientes de opinión: unos partidarios, por activa o por pasiva, de la tesis de acomodamiento con la República, y otros que desde un principio, optaron claramente por considerar doctrinalmente, por el momento, inútil cualquier intento de aceptar el régimen surgido el 14 de abril de 1931.
Entre los primeros, donde se agrupaba la inmensa mayoría de la burguesía española, se ha de situar a la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), que a los pocos meses de proclamada la República se convertiría en la organización representativa por excelencia del centro-derecha español, inclinada, en muchos casos venciendo escrúpulos de difícil superación, a aceptar el régimen que el pueblo se había dado, sin más consideración acerca de la legitimidad originaria viciada por el hecho archiconocido de que una minoría se impusiera a una mayoría para ocasionar un vuelco histórico de la envergadura del producido con la caída sin gloria de la Monarquía.
Para situarnos en aquellos días nos podemos remontar a los años precedentes relativamente cercanos. Durante el siglo XIX la pugna política estuvo caracterizada por la actividad de liberales y conservadores, progresistas y moderados, alfonsinos y carlistas. Sin embargo, existía entre todas estas parcialidades un nexo común, amparado por la misma bandera y señaladas coincidencias. Al margen de discrepancias de forma todos se definían como católicos, patriotas y monárquicos.
En la medida en que fue avanzando el período republicano, a partir de la promulgación de la Constitución por unas constituyentes con una mayoría coyuntural, tan coyuntural que con apenas dos años de andadura, se produjo un cambio copernicano en la voluntad de los españoles, que en limpias elecciones instauró un ciclo de gobiernos de marcada tendencia centro-derecha, se operó en España una ruptura total, definida en las postrimerías de la República por el líder de la CEDA, como la «media España que no se resigna a morir.»
¿Cómo se produjo el proceso de adaptación al nuevo régimen, o de su repulsa, de los monárquicos?
Para un sector de éstos, el que en definitiva marcaría el rumbo a seguir, la Monarquía fenecida el 14 de abril era una Monarquía desfigurada sin un contenido doctrinal que la sustentara. A la tarea de vertebrar una futura aunque imprecisa restauración, se entregaron destacados monárquicos, empeñados en marcar las sustanciales diferencias entre la Monarquía liberal con la tradicional. Desde un principio fueron enfáticos en marcar las diferencias que les separaban de los viejos monárquicos, que carentes de responsabilidades históricas, propiciaron la caída de Alfonso XIII y que, en su criterio, claudicaron ante la República, aunque fuera con la simple aceptación tácita.
Acción Española
Coincidiendo con las discusiones finales de las Cortes Constituyentes, encargadas de la elaboración de una Constitución, a finales de 1931 se fundó Acción Española, revista doctrinal católica y monárquica. Los tres personajes más destacados en el inicio editorial fueron Ramiro de Maeztu, Eugenio Vegas Latapié y Fernando Gallego de Chaves Calleja, marqués de Quintanar. Uno de sus socios fundadores, José Ignacio Escobar, marqués de Valdeiglesias, junto a Juan Vigón, se destacaron desde otras páginas, las de La Época, en la defensa de idénticos principios.
En uno de los números de Acción Española, a través de un editorial, se definía todo un cuerpo doctrinal: «El retorno a la tradición cristiana es en el Occidente la vuelta a la Iglesia de Santiago, como para Oriente lo sería la Iglesia de San Juan. Nosotros lo simbolizamos en el caballero que va a defenderse bajo la cruz del Apóstol e invocando su nombre. Porque ser es defenderse. Todo lo que vale: la fe, la patria, la tradición, la cultura, el amor, la amistad, tiene que ser defendido, para seguir siendo. No hay vacaciones posibles ante la necesidad de la defensa. Esas islas afortunadas donde los hombre pueden dormir a pierna suelta, sin preocuparse del mañana, no son más que un sueño de pereza. Ser es defenderse y los maestros de la defensa son los caballeros. Esa es su función y su razón de ser.»
Entre otros colaboradores Acción Española acogió en sus páginas a José María Pemán, Antonio Vallejo Nájera, César González Ruano, Ramiro Ledesma, José Antonio Primo de Rivera, acerca del cual se publicó, bajo el título de Una bandera que se alza, un comentario sobre el discurso fundacional de la Falange.
Calvo Sotelo
Sin embargo, el personaje que en el terreno político llegaría a liderar a los monárquicos fue, sin duda alguna, Calvo Sotelo, que preguntándose ¿qué Estado queremos?, no vacilaba en responder: «Uno capaz [...] de salvar la civilización cristiana.» Partía Calvo de que las distancias entre las diversas ideologías que prevalecían en España eran astronómicas. Y al plantearse la cuestión disputada acerca de Monarquía o República, definía: «No se trata de saber, primero, qué necesita ahora el Estado español, y después lo que puede darle de eso una República o una Monarquía, bien entendido que la República, para sus progenitores, es una religión, una doctrina, no una forma. Que patina inevitablemente a la izquierda, porque no quiere enemigos a la izquierda y carece de un freno histórico permanente que la equilibre.»
Llegaba Calvo Sotelo a la conclusión de que el Estado español necesitaba cuatro cosas: ser garante de la unidad de España, ejercicio de la autoridad, espiritualidad cristiana y propiciar la paz social. Frente a estos requerimientos no dudaba en sostener que «la Constitución de 1931 es incompatible con esas esencias.»
Receloso Calvo Sotelo del ambiente del que era conocedor directo, que predominó en el campo monárquico durante el reinado de Alfonso XIII, se propuso sentar las bases afirmativas de una futura Monarquía, por aquellos días tan hipotética como difícil de instaurar o restaurar. Términos éstos, que en un futuro no muy lejano, serían de uso polémico. Sirva para definir una idea de la Monarquía en la creencia de Calvo, lo que expresó en Barcelona en días anteriores a las elecciones de febrero de 1936, que con el triunfo del Frente Popular llevarían a España al plano inclinado que la condujo a la guerra civil: «No basta para ser monárquico en la vida pública española la adhesión personal a uno u otro rey, a una u otra persona augusta; no basta ya eso. El que es monárquico por amistad a un rey, no es monárquico, es amigo del rey, cosa muy distinta. El que es monárquico por afecto a la persona real, si no siente la Monarquía, incurre en servilismo, como incurre en indignidad el que siendo monárquico abandona la idea por desafecto a la persona que la puede encarnar.»
El colofón de su idea acerca de la Monarquía era: «Lo que importa es conservar el Trono y la Corona, que con una corona y un trono, y aún sin el Rey, muchas veces pueden regirse los pueblos.»
¿Tendría Franco en un futuro en cuenta estas palabras que podrían enmarcarse en el camino recorrido en la larga marcha hacia lo que, envuelto en las palabras que se quiera, no fue sino otra restauración? Pero no nos adelantemos en el tiempo.
Don Juan
El que con el tiempo, tras la obtención por parte de Alfonso XIII de la renuncia a la Corona de sus hijos, don Alfonso y don Jaime, por razones de minusvalía, sería su heredero, don Juan de Borbón y Batemberg, no fue ajeno a la turbulencia de los años republicanos, limitado a un papel de espectador. No obstante, por su privilegiada condición, fue blanco del grupo de Acción Española, que se fijó el objetivo de influir en la formación intelectual de don Juan. Fue el marqués de Quintanar el encargado de hacerle llegar tanto la revista como libros y artículos de periódicos, fundamentalmente de ABC, La Nación y La Época.
Según uno de los primeros biógrafos de don Juan, Francisco Bonmatí de Codecido, «aprendió mucho el Príncipe, estudiando españolismo en Acción Española, esencia, valor y estilo de una España auténtica y tradicional.»
Aunque por aquellas fechas Eugenio Vegas no conocía a don Juan tenía la esperanza, en lo que coincidía con otros de que podría encarnar la figura del monarca tradicional. De ahí que se propusieran ejercer influencia en su formación, y aducía Vegas: «La educación de su padre, rey desde el momento en que nació, había sido deplorable. Aún cuando la reina María Cristina pretendió darle una educación religiosa, los políticos y cortesanos liberales que lo rodearon frustraron sus deseos.»
Otro personaje, de singular relevancia en el futuro español, Francisco Franco, de cuyo monarquismo y adhesión a la rama alfonsina no es lícito dudar, y que con el tiempo mantendría con don Juan un vaivén de encuentros y desencuentros, como muestra de lealtad, con motivo del enlace matrimonial del heredero, celebrado en Roma en 1935, contribuyó con un regalo de trescientas pesetas, cuota única establecida para los gentilhombres, rango del general. Si el lector indaga la relación de aquella cantidad en términos actuales, apreciará que no era mezquino el regalo.
Don Juan, punto de confluencia de monárquicos durante la Segunda República, ha sido objeto de algunas interpretaciones que desvirtúan su línea de pensamiento por aquellas calendas. Otra cosa es que con el transcurso del tiempo, sus puntos de vista acerca de circunstancias políticas cambiantes, le indujeron a reconsiderar posiciones pasadas. Pero situados en aquellos días, aducir ideas democráticas en el conde de Barcelona, es pura ilusión. Aunque, justo es decirlo, demócratas, demócratas en aquella España republicana fueron escasos. No lo fueron los anarquistas, no lo fueron los socialistas, de los comunistas ríase. No lo fueron los propulsores de una Constitución sectaria impregnada de dogmatismo. No lo fueron los que sin tregua hostigaron con huelgas ajenas a exigencias reivindicativas. No lo fueron, por supuesto, los alzados el 10 de agosto de 1932, monárquicos de convicción. No lo fueron los socialistas sublevados en octubre de 1934 contra el Gobierno legal de la República. No lo fueron los carlistas ni los falangistas. La CEDA, que bajo la batuta de Gil Robles trató y estuvo integrada en la legalidad democrática, terminó en la primavera trágica de 1936 deslizándose, fundamentalmente sus juventudes, a respuestas violentas. Julián Besteiro, en solitario, podría representar un atisbo de demócrata y ya sabemos como el caballerismo lo convirtió en blanco de sus mofas.
Así que si don Juan no puede considerarse un cálido defensor a ideales democráticos por aquellos días, lo fue para no desentonar con el conjunto de los españoles.
Valga como muestra la opinión que don Juan emite contundentemente en los días subsiguientes a las elecciones de febrero: «Yo tengo el convencimiento absoluto de que la Falange en la calle, las minorías monárquicas en el Parlamento, acabarán con toda esa gentuza y con tanta farsa parlamentaria, elecciones y monsergas. Sin contar con que el Ejército no lo aguanta. Si no, al tiempo.»
En efecto, llegó el tiempo. Para el alzamiento del 18 de julio la actividad de los monárquicos, y fundamentalmente el grupo juanista, fue decisiva. Sin embargo, aunque es incuestionable su participación en el aspecto operativo de la sublevación, sin otros apoyos civiles su triunfo hubiera sido dudoso, como cierto era que el sentimiento monárquico entre la generalidad de los españoles estaba apagado cuando no extinguido.
Cómo a través de una larga marcha llegó a restaurarse la Monarquía constituye una de las notas más relevantes de la España contemporánea.