La voluntad de poder como fondo de la crisis

18-S: USA se proclama dueña del mundo

El pasado 18 de septiembre fue un día histórico, una de esas fechas que establecen un antes y un después en la forma en que todos los ciudadanos y habitantes del planeta perciben la presencia del poder en sus vidas, y cómo ese poder mediatiza, dirige e incluso determina las posibilidades de los pueblos y los individuos de desarrollar su proyecto existencial y atender sus intereses de manera autónoma y responsable.

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El pasado 18 de septiembre fue un día histórico, una de esas fechas que establecen un antes y un después en la forma en que todos los ciudadanos y habitantes del planeta perciben la presencia del poder en sus vidas, y cómo ese poder mediatiza, dirige e incluso determina las posibilidades de los pueblos y los individuos de desarrollar su proyecto existencial y atender sus intereses de manera autónoma y responsable.

No creo estar exagerando si afirmo que la decisión del gobierno de los USA de atajar rotundamente la crisis financiera mundial mediante una intervención de compra de activos “tóxicos”, a través de la Reserva Federal, por valor de 800.000 millones de dólares, supone una quiebra sin vuelta atrás con el modelo de desarrollo capitalista sostenido por los grandes centros de decisión político-económica –USA, Europa, Japón– durante casi siete décadas, desde que se perfiló el proceso de recuperación de la economía internacional tras la Segunda Guerra Mundial.

Paradójicamente ha sido el gobierno USA, país donde el concepto mismo de mercado es intocable y la aversión al intervencionismo estatal parece correr por las venas de sus habitantes, donde ha surgido la iniciativa. En contra de toda la lógica que cabe esperar del liberalismo económico, del que los USA son adalid indiscutido hasta ahora, la Reserva Federal ha anunciado la puesta en circulación de un total de dos billones de dólares –entre compromisos anteriores, la nueva inyección monetaria y los costes de la misma–destinados a evitar la quiebra de bancos y financieras, sanear la bolsa y, en definitiva, reequilibrar la economía mundial, desquiciada desde que hace un año y medio el precio del petróleo comenzó a subir de manera imparable.

Por lo que tiene esta medida de sorprendente, extraordinariamente excepcional en atención a la que ha sido la filosofía económica de esta nación desde que fuese fundada, cabe plantearse algunas cuestiones de importancia decisiva para entender este maremagno que a todos nos afecta, desde el que paga la hipoteca al que repone gasolina en su automóvil, quien toma un transporte público o sencillamente ve cómo sus ingresos, de la índole que fueren, son cada día más débiles ante la voracidad alcista de un mercado implacable.

La primera pregunta que surge, evidentemente, es la que todos nos estamos haciendo.

¿De dónde sale todo ese dinero?

La respuesta, a simple vista, es simple: de la Reserva Federal norteamericana, es decir, de los fondos de que dispone el gobierno. O sea, del dinero público.
 
En un país donde la asistencia sanitaria pública es una quimera, un astroso pariente pobre de la medicina privada –recuerden aquellas espeluznantes imágenes de una enferma mental muriendo en la sala de espera de un centro hospitalario ante la indiferencia de médicos, enfermeros y empleados de seguridad–, sí parece que existen fondos para salvar, de momento, a la economía mundial.
 
Pero si afinamos un poco más las cuentas sucede lo de siempre: no acaban de cuadrar. No se trata ya solamente de la carestía inversionista en la sanidad pública y, por supuesto, la falta de cobertura de cuota en la dispensa de medicamentos, sino en el sistema de garantías sociales en general: asistencia al desempleo –una irrisión–, programas de formación e integración laboral, medios públicos de comunicación –prácticamente inexistentes–, infraestructuras en su mayoría privatizadas, sistema escolar y educación en general, etcétera. Y hagan el etcétera tan largo como deseen. El gasto público en USA va destinado, hasta casi el 10% de su Producto Interior Bruto, a gastos militares; elevándose esta cifra, según épocas de conflicto y movilización, hasta el 36% que alcanzó durante los dos primeros meses de la guerra de Irak. Es decir, la aventura de Oriente Medio costaba, en su punto más álgido, uno de cada tres dólares disponibles por el gobierno USA. Si consideramos además que actualmente los Estados Unidos mantienen ejércitos movilizados en todo el planeta y sufragan dos guerras, la de Afganistán, abierta, y la de Irak, soterrada, camuflada como conflicto de orden público “interno” aunque mucho más costosa que la anterior, llegaremos a la conclusión de que el lanzamiento de deuda pública por parte de la administración Bush para sofocar las tremendas oscilaciones del sistema financiero, por el monto de 2 billones de dólares, parece una iniciativa descabellada que contribuirá a debilitar más aún la ya de por sí maltrecha economía norteamericana. No lo digo yo, sino voces mucho más autorizadas, como el eminente economista Nouriel Roubini en su blog, uno de los “oráculos económicos” más frecuentados por los especialistas.
 
Entonces, si la operación intervencionista –desde su mismo inicio insólita–, no parece tan clara ni tan solvente:
 
 ¿De dónde sale, de verdad, todo ese dinero?
 
Pues del petróleo, cuyo precio controlan los Estados Unidos, poder de facto y sobre el mismo terreno, desde el inicio de las hostilidades en Irak, en los mayores centros de producción. Dueño de Irak y aliado de hierro de las tiranías del golfo pérsico, sólo les falta Irán para completar su mapa de dominación en la zona. Tiempo al tiempo. Y el mundo no termina en los desiertos de las mil y una noches.

Urgentemente apremiados para frenar, controlar ante todo el crecimiento económico de potencias emergentes como China y la India, también de Rusia, convertida al capitalismo y poseedora de ingentes reservas de crudo, los USA reinventaron en 2003 una nueva manera de ejercer la supremacía: tomar militarmente aquellas zonas productivas que resultan estratégicas. Ya no se valen de gobiernos títeres, políticos afines, partidos subvencionados y, de vez en cuando, algún golpe militar que restaure el orden de las cosas a favor del imperio. Puede que no se fíen de la habilidad de sus aliados, o hayan descubierto más rentable el ejercicio directo de la dominación que el delegado.
Pero el petróleo no mana en forma de billetes de dólar. Hay que convertirlo en dinero circulante.

¿Quién paga de verdad todo este dispendio?

Usted, yo, todos. Quienes sufren las consecuencias al consumo mundial de la hegemonía USA y la manera que tienen de ejercerla. De tal forma, la administración Bush -con el beneplácito del rebelde Obama y de todos los políticos de ese país -, se han marcado el tono mayor en la escena internacional: “Aquí estamos nosotros, de nuevo, para arreglar el mundo y volverlo a su orden natural, que pasa por los beneficios de Wall Street”. Pueden permitirse el lujo porque la empresa bélica no ha terminado. Quedan muchos países por invadir y muchas guerras que emprender. Sin duda, éste será un enorme argumento que pese en el criterio -ojalá en la conciencia-, de los votantes norteamericanos el próximo mes de noviembre: O guerra o catástrofe económica.

El pasado 18 de septiembre fue, en efecto, una fecha histórica. Los Estados Unidos de América han inaugurado una nueva forma de ejercer su liderazgo mundial: ellos ponen las armas, hacen el gasto y controlan la economía; y entre los demás habitantes del planeta les pagamos la inversión. El analista financiero S. McCoy afirma que tenemos la certeza de que Estados Unidos sale de esta crisis no más fuerte, sino debilitado; con una hipoteca sobre sus cuentas públicas que pesará como una losa a futuro; con riesgo, por tanto, de perder una hegemonía mundial basada en costosas actuaciones exteriores y con la tentación inflacionista como modo de rebajar el valor real de su endeudamiento”. Puede que tenga razón este documentado experto, pero las cuentas de los Estados Unidos parecen ser otras: a más “costosas actuaciones exteriores”, más crisis; a más crisis, más deuda; a más deuda, más inyección de dinero público, es decir, más gasto público, con una sola forma de sufragarlo, muy conocida a lo largo de la historia de la humanidad.
 
Se llama guerra.

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