El nacionalismo vasco en su jungla de patio trasero

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Tengo ante mí un ejemplar de las Obras Completas de Sabino Arana Goiri, publicado por la Editorial Sabindiar-Batza en Buenos Aires en 1965. Lo adquirí bajo unos puentes caraqueños, en el mercado de libros adonde van a parar los despojos de bibliotecas particulares y otras procedencias. Las primeras páginas, donde los propietarios suelen poner su nombre o pegar su ex libris, aparecen arrancadas, como si el dueño que se desprendió del libro no quisiera dejar rastro de su identidad. No es descartable la hipótesis de que éste, tras la lectura o simple repaso de la obra, llegara a la misma conclusión que Unamuno cuando afirmó: « Los separatismos sólo son resentimientos de aldeanos. Hay que ver, por ejemplo, qué gentes enviaron a los Cortes. Aquel pobre Sabino de Arana que yo conocí era un tontiloco.» Es presumible que, movido por conclusiones como esta, no quisiera dejar algún rastro de adhesión hacia el fundador del Partido Nacionalista Vasco. Acaso se tratara de algún exiliado nacionalista vasco transitando su camino de Damasco.
 
Las más de dos mil páginas en las que se expone el pensamiento de Arana, con excepción de algunas disquisiciones lingüistas, en las que emprende la reforma de la ortografía eusquérica, contienen un conjunto de torpezas, tonterías y dislates, que el diccionario de la lengua define como melonadas.
 
Sirvan como muestra las siguientes:
 
   « Nosotros, los euskerianos, debemos saber que la Patria se mide por la raza.»
   « ¡Ya los sabéis euzkeldunes, para amar Euzkera tenéis que odiar a España!»
   «Si esta nación latina la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas, como agobia y aflige al ánimo del náufrago el no divisar en el horizonte ni costa ni embarcación, el que España prosperara y engrandeciera.»
 
Esta sarta de babosidades constituye, entre otras, el soporte ideológico del Partido Nacionalista Vasco, padre de la criatura que ensombrece, en nombre de una utopía criminal, la vida del País Vasco. Las ambiguas condenas al terrorismo que sacude el árbol para que el hijo de Sabina Arana recoja las nueces, delatan la más burda hipocresía. Pero no nos llamemos a engaño: esto es todo un ideario que no tiene otro fin más que la separación de España. Esta es la única consideración que tienen que tener presente quienes requieran pactos con el PNV para efímeros goces del poder.
 
Arana fue el creador del espejismo en el que aparecía un paraíso perdido de una antigua civilización. Unamuno se referirá a ese sueño de «una antigua civilización euscalduna, en un patriarca Aitor y en toda una fantástica prehistoria dibujada en nubes. Hasta han llegado a decir que nuestros remotos abuelos adoraron la cruz antes de la venida de Cristo. Pura poesía.»
 
Con la causticidad que lo distinguía, Indalecio Prieto había escrito en El Liberal el 12 de febrero de 1918: «Los nacionalistas vascos hablan con énfasis de la raza. Aceptando como aceptan la integridad del dogma católico reconocerán que no habiendo existido otra pareja amorosa en el Paraíso Terrenal, los demás, al igual que ellos, descendemos de Adán y Eva. Todo lo más que les podemos conceder en honor a su superioridad racial, es que ellos proceden del primer mordisco de la manzana.»
 
En el sueño de Sabino Arana permanecían agazapados resentimientos de la guerra civil, la segunda carlista, que afectó seriamente a su familia. El nacionalismo vasco ha tratado, en un falseamiento de la historia, de apropiarse de figuras como la de Zumalacárregui, poniéndolo descaradamente como precursor del nacionalismo a caballo de la defensa de los fueros, cuando lo cierto es que este general al servicio de la causa carlista, muerto en el asedio a la Bilbao liberal, era español de pura cepa. Sin embargo, es cierto que partidarios del, o de los pretendientes, integristas más que carlistas, cual sería el caso de Sabina Arana, fueron semilla del futuro nacionalismo vasco.
 
En algún momento de ensueño Sabino Arana se expresaría con un delirio patriótico digno de un zorzico para ponerlo en solfa el maestro Guridi. Pongan atención señores: «Si mi Patria fuese feliz iría a buscar la lucha entre los leones del Atlas y el tigre de Bengala.» Como no pudo desarrollar estas aficiones cinegéticas en Vizcaya, por razones obvias, Jon Juaristi establece un parangón con el héroe de Tarascón creado por Alfonso Daudet: Tartarín. Lo hace así: «Quien no se consuela es, evidentemente, porque no le da la real gana. Un melancólico como Tartarín cazará leones donde le plazca, háyalos o no, y Sabino Arana se inventó una Patria y unos enemigos de la Patria sin salir de su jardín familiar de Abando.»
 
Los vascos genuinos no han sido cazadores de mascotas domésticas sino de fieras.
 
Se ha pretendido sembrar la especie de un País Vasco víctima de una ocupación española. Pura llantina melancólica, falsificación deliberada de la historia. El añorado oasis foral fue compensado satisfactoriamente con el concierto económico. En las guerras civiles del siglo XIX hubo tantos vascos, o más, en defensa de la legitimidad proscrita, representada por los pretendientes Carlos María Isidro y por Carlos VII, como partidarios de Isabel II y de Alfonso XII. Y en la guerra civil de 1936, si se movilizaron cuarenta mil gudaris, frente a éstos lo hicieron sesenta mil requetés, encuadraos en los tercios que tanta importancia tuvieron en la victoria de Franco. Felipe Arzalluz, por ejemplo, padre del otrora presidente del PNV, Javier Arzalluz, fue un requeté que el 18 de julio de l936, levantó contra la República el cuartel de la Guardia Civil de Azcoitia.
 
Si se puede hablar de ocupación, benévola y beneficiosa, por supuesto, es la que se dio con el capitalismo financiero vizcaíno sobre la totalidad de España.
 
Y otra ocupación es la presencia de la joya filológica española que es el idioma vasco en el nacimiento del castellano. En las Glosas Emilianenses se funden anotaciones en latín, romance y vascuence arcaico que alumbraron uno de los idiomas más importantes del mundo.
 
Al abordar el tema de los apoyos para la gobernabilidad, tanto en el Parlamento del País Vasco, como en el Congreso de los Diputados, los dos partidos de implantación nacional, con el 80 por ciento de respaldo electoral, deben partir del conocimiento de cuáles son los puntos de partida del nacionalismo vasco.
 
Como muestra: «El país vasco es un país ocupado desde muchos puntos de vista, y desde el de la demografía también. Cuando a un pueblo se le oprime hasta este extremo, no vale hablar de democracia. La democracia tiene poco sentido cuando un pueblo está oprimido o, como en nuestro caso, cuando los de aquí estamos en minoría.»
 
Aunque esta opinión es de José Luis Alvarez Emparán Txillardegi, uno de los pilares ideológicos de ETA, es extensible al nacionalismo en su conjunto, o por lo menos al sector que tiene las riendas en el PNV, una vez liquidada la presencia de aquellos que, con los pies en el suelo, contemplan como irrealizable la utopía separatista.
 
Haber negociado un llamado «proceso de paz» con gentes que nunca han engañado al fijar sus objetivos, para cuyo logro cualquier medio es apropiado — cerca de mil asesinados dan constancia de ello — es de una irresponsabilidad rayana en lo delictuoso.
 
A los socialistas, y habría que averiguar cuántos de entre estos difieren de las pautas impuestas por el tandem Rodríguez Zapatero - Pepiño Blanco, e.a., hay que recordarles en memoria de la Historia, las palabras con que Indalecio Prieto se inauguró como diputado el 17 de abril de 1918: «El nacionalismo vasco es una entidad profunda y totalmente separatista.» Y pocos meses después fue contundente: «Digo ante el pueblo de Bilbao que soy enemigo acérrimo y declarado del nacionalismo vasco, porque representa un espíritu rural y reaccionario, incompatible con las esencias liberales que constituyen la divisa de toda mi vida.»
 
El nacionalismo vasco se ha basado en un esfuerzo deliberado justificando su existencia en difuminar su fundamento en una frontera entre la historia y la leyenda; en otros términos, entre la verdad y la mentira. Las hipótesis, generalmente aceptadas, acerca del enigmático origen de los vascos, ha dado pie a la elaboración de teorías que, como sostiene Ricardo de la Cierva, se sitúan en «la leyenda que oscila entre poéticas tradiciones más o menos infundadas, y formidables camelos históricos.»
 
En respeto al pueblo vasco el gobierno de España no puede eludir su responsabilidad de no claudicar ante las exigencias de unos minoritarios falsificadores de la historia. Con la ley en la mano y todo el respeto que quiera hacia el Tartarín de Abando, pero cúmplase para que sus restos reposen en su tumba y no perturben la paz que los vascos se merecen.

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