Mi primer encuentro con Eugenio D’Ors

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Perdóneseme la petulancia de subirme a un pedestal para contar mi primer encuentro con Eugenio d’Ors. La verdad es que fue el único, pero como ha perdurado en mi recuerdo, considero que fue el primero. Lo que siguió no fueron encuentros, sino vivencias producto de lo sensacional de ese primer contacto físico. Por recurrir a la forma más clásica de los grandes relatos diré que érase una vez al inicio del verano de 1954. Caminaba yo por la ronda de San Pedro de Barcelona en dirección a la Casa del Libro, que años hacía era conocida como Catalonia, nombre que recuperó años más tarde cuando el tiempo no lo impedía y con permiso de la autoridad.
 
Por haber recurrido a un lenguaje taurino, recuerdo también que por aquellos días fui testigo en la Monumental de la ciudad condal, de un festejo en el cual un novillero que prometía, en un desafortunado lance, sufrió una arremetida de un cornúpeta que le interesó el escroto. Reconozco que mi ignorancia por aquellas calendas de la anatomía humana no me permitió entender, en el informe médico, la parte afectada del prometedor novillero que con el tiempo alcanzaría tardes de gloria. ¡Manda huevos! El espada figuraba en los carteles con el nombre de Chamaco. Consultado el diccionario, se me abrieron luces al comprender que la parte afectada del espada era el requisito, entre otros, para enfrentarse en el albero a un morlaco con un par.
 
Sigo. Mi andanza por la ronda de San Pedro se interrumpió de repente con una aparición: de planta mayestática, vestido de blanco, como salido de alguna leyenda, tocado con sombrero de ala ancha y sobre zapatos de rejilla, como flotando sobre la acera, el autor de La bien plantada se me acercaba. Me repuse a la sorprendente visión con un saludo que le dirigí a escasos pasos: ¡Salve, Xenius! Eugenio d’Ors me puso la mano sobre el hombro y me dijo: ¡Joven! Lo recuerdo poco efusivo, clásico. Acaso su sequedad al responder a mi saludo con el reconocimiento de mis cortos años —contaba diecisiete— era una evocación de la vida, la suya, que daba por concluida, puesto que pasó a la otra vida pocas semanas después. Xenius ni falleció ni murió: entregó su alma, porque como había esculpido en el prólogo a una edición de La bien plantada, treinta años después de su aparición: «no en vano tiene uno sangre católica, encima de la creencia y el Sacramento. No en vano tiende, por instinto, a la irónica superación de las contradicciones figurativas y a verter vino nuevo en odres viejos y a “instaurarlo todo en Cristo”, incluido las panoplias».
 
Con La bien plantada, esa portentosa proclama de la mediterraneidad, estaba escrito que habría de encontrarme en la ocasión menos esperada. Ocurrió durante una estancia por breves días en Nueva York durante mi acostumbrada visita a la Librairie Francaise, que como su nombre no indica, ofrecía la mejor oferta en la gran manzana de libros españoles, aunque relegados a un sótano al que se accedía por una estrecha y peligrosa escalera. Esta circunstancia confería al espacio dedicado a libros hispanos un carácter de semiclandestinidad propicio para aventurados encuentros. Y así es, como colocados sobre una mesa desordenadamente, me encontré con un par de ejemplares de La bien plantada, edición de Montaner y Simón, de 1969, cuidada con esmero para conferirle apariencia de libro antiguo, encuadernado en cartoné con estampación dorada en la cubierta: lo que se dice un libro objeto, diminuto, agradable al tacto, palpable con deleite. A mí mismo me resulta curioso la propensión que tengo a comprar libros a pares, como si fueran botas, guardiaciviles antiguos o huevos fritos (la unidad del huevo frito es el par). Lo hago con el objeto de quedarme con uno y regalar otro a alguien. Es el caso que adquirí dos ejemplares, los únicos que quedaban, uno de los cuales palpo ahora y al abrirlo se me aparecen en un retrato que ilustra la obra las figuras de Teresa, Jara y Eugenia. El texto que acompaña la ilustración del capítulo III de la obra que Eugenio d’Ors titula De mis hermanas, dice así:
 
«La razón humana halla un profundo placer en distribuir cada una de las realidades que contempla en tres partes ordenadas. Una a manera de ley, debe presidir este placer. Y se deleita más singularmente, y reposa, cuando la ordenación de estas tres partes de tal manera se concierta que la perfección más exquisita o inestable se halle en el centro, siendo la primera una áspera sabrosa preparación, y la última, una blandura y exceso, entradas ya en caminos de la decadencia.»
 
Otro encuentro, que probablemente estaba escrito tenía que suceder, ocurrió, en efecto en San Juan de Puerto Rico. Fue en esta ocasión con el hallazgo inesperado de un ejemplar de la primera edición de Epos de los destinos de 1943 de la Editora Nacional. Primorosamente impresa en cuarto menor, la belleza tipográfica delataba la presencia nada oculta de gentes con amor al libro. Allí se encontraba, perdido en los estantes de la Librería Escorial un ejemplar en espera del predestinado comprador.
 
Esta monumental librería, no por lo grande sino por el exquisito gusto puesto en su instalación, estaba regentada en aquellos días por doña Teresa de la Haba, señora que exhibía con orgullo manifiesto su ancestro español. Además de regentarla era su propietaria, toda una institución en San Juan, que con su presencia recreaba un imaginario virreinato colonial. Puerto Rico me mueve a una reflexión: a diferencia de Cuba, cuya independencia fue precedida por una guerra desarrollada en dos etapas, la isla borinqueña pasó sin disparar un tiro de la soberanía española a la norteamericana producto de los acuerdos entre España y Estados Unidos firmados en París en los años inmediatos a 1898. He pensado más de una vez si en las gentes que habitan esta isla caribeña no existirá algún tipo de resentimiento hacia España por haber sido objeto de lo que, encubierto de la forma que se quiera, no dejó de ser una transacción. Sin embargo ha sido notable, desde la separación de España, el celo con que las élites puertorriqueñas han preservado el idioma común.
 
Circunstancias políticas de la época convulsa que caracterizó la vida política española durante las primeras décadas del siglo XX tuvieron su efecto en Eugenio d’Ors para ensalzarlo a anatematizarlo. El tránsito del tiempo transcurrido, sin embargo, minimizarán el efecto de aquellas circunstancias para delimitarlas a pura anécdota. En la actualidad pesa más el recuerdo de esas anécdotas que la categoría intelectual contenida en su obra. Suele ocurrir en hombres que son valorados tanto o más que por el contenido de ésta, por la avasalladora personalidad de su autor.
 
La obra de Eugenio d’Ors que alcanzó mayor éxito, el Glosario, permitió a Ortega calificarla como «uno de los hechos más importantes de las letras contemporáneas.»
Imposible resulta, en el reducido espacio de un artículo, ofrecer siquiera una muestra de sus anécdotas. Pedro Laín Entralgo, aunque no refiriéndose concretamente a Eugenio d’Ors, ha expresado: «La anécdota pertenece constitutivamente al hombre egregio, sólo el egregio puede lograr la fama. Pero el logro no llegaría a ser efectivo si no existiera un vínculo entre la excelencia de la obra y el mundo que “dice” de ella y de su autor. Tal vínculo está constituido, muy principalmente, por la anécdota.»
He aquí algunos aforismos y apotegmas seleccionados por el propio Eugenio d’Ors como los de mayor fuerza expresiva.
 
* Elevar la Anécdota a Categoría.
 
* La invención no es el resultado del estudio; pero es su recompensa. Todo invento es el hijo de la casualidad. Ahora, que tales casualidades únicamente les ocurren a los sabios.
 
* El primer deber del paisajista es no formar parte del paisaje. El primer deber del estadista, que no le puedan llamar castizo.
 
* Las Leyes son Normas, pero también son Armas.
 
* Copiará fatalmente quien no supo heredar. Lo que no es Tradición es Plagio.
 
* Todo nacionalismo es separatista. El factor cuantitativo no importa.¡
 
El magisterio intelectual de Eugenio d’Ors, concretado en sus aforismos, muestra de los cuales acabamos de ofrecer, alcanzó reputación internacional. Como crítico de arte fue, en la Europa de sus días, el que llevó a cabo una destacada labor en la revalorización y explicación del barroco que fundió con lo clásico en dos categorías fundamentales con sentido universal, lejos de toda concepción de campanario local. Huyendo precisamente de la estrecha visión de un catalanismo, al que estuvo adscrito en su primera juventud, junto a Prat de la Riba, en 1923 se instaló en Madrid e inicia su producción filosófica y literaria en castellano, idioma en el que demostró su profundo conocimiento, junto a los otros dos que dominaba a la perfección: el catalán y el francés.

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