Agustín de Foxá, proscrito por la progresía

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Aún no apagados los ecos producidos por la ruidosa polémica que ha enfrentado a partidarios de la cocina tradicional, aunque abierta a prudentes innovaciones, y la deconstrutiva, que permite licuar la venerada tortilla española, es imposible resistir la tentación de evocar a algunos de nuestros honradores de mesas, que, además, en otros terrenos han alcanzado el laurel de la merecida fama. Sirva como ejemplo Agustín de Foxá, que alcanzó metas superiores en la poesía, el teatro, la novela, el ensayo y el artículo periodístico. Todo un personaje renacentista, que entre verso y verso, producto de una de sus correrías por el ancho mundo, trajo a España desde Italia el prosciutto de Parma con melón de Brindisi, que en nuestra restauración fue bautizado como «jamón serrano a la melonera.»
 
Como tantos escritores españoles sometidos al cinturón sanitario con que la izquierda excluye a cuantos no se avienen a los cánones dogmáticos dictados por los expendedores de pasaportes de progresía, Agustín de Foxá es hoy un proscrito arteramente condenado al olvido por los totalitarios bonzos del pensamiento único.
La obra de Foxá abarca diversos géneros literarios. En poesía cabe destacar La Niña del caracol (1933), El toro, la muerte y el agua (1936), El almendro y la espada (1940), Poemas a Italia, Antología poética (1933-1948), El gallo y la muerte (1949).
En teatro en verso produjo Cui-Ping-Sing (1940) y El beso de la bella durmiente. En prosa destaca Baile en Capitanía (1944) y Gente que pasa, premiada por la Real Academia Española. Su novela Madrid de Corte a Cheka, publicada por primera vez en 1938 constituye una de las obras de ficción, con evidentes rasgos autobiográficos, más reveladores acerca de la guerra civil española.
 
Su participación en la escuadra de poetas de José Antonio Primo de Rivera que dio a luz el Cara al Sol, no le ha permitido ser amnistiado por la nueva Inquisición que condescendió al librar de las llamas del infierno a Sánchez Mazas, Tovar, Dionisio Ridruejo y José Luis López Aranguren.
 
De su fabuloso ingenio, exuberante, culto y romántico nos ha quedado el perfil que Foxá dibujó de sí mismo: «Gordo; con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético, pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro. Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir, partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana. Mi virtud, la imaginación; mi defecto, la pereza.» Su enjundia probada en su producción literaria no fue obstáculo para la elaboración de boutades espontáneas célebres. Como aquella en respuesta a un auténtico interrogatorio al que le sometió César González Ruano dentro de una serie de entrevistas que hicieron época a principios de los cincuenta: «A mí me gustan los duques, los millonarios y los señores»; y esta autodefinición: «Soy conde, soy gordo, fumo puros; cómo no voy a ser de derechas.»
 
Para llegar a esa posición había recorrido un camino que Foxá lo describe haciendo chanza de sí mismo: « Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de Patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez proclamo otra: café, copa y puro.»
 
Un talento inagotable
 
El asombroso fabulador que llevaba dentro y que sacaba a relucir en múltiples ocasiones le hizo un maestro en llevar la sátira a la vida cotidiana. Porque tanto como testigo de su tiempo alguna de sus andanzas adquieren todo el carácter de un brillante espectáculo. Como muestra: en plena guerra mundial, o medio plena puesto que todavía tanto Estados Unidos como Japón permanecían fuera de la contienda abierta, Foxá vivió una de sus experiencias en Roma, en la Italia recién entrada en el conflicto.
 
Para ilustrar el ambiente recurrimos a la licencia de una anécdota, para describir la dudosa eficacia de la nación trasalpina como aliado de Alemania. Se cuenta que conocida la noticia de la decisión de Mussolini de entrar en guerra por el Estado Mayor alemán, el mariscal Keitel fue designado para comunicar el hecho a Hitler. Dormía éste, y a requerimiento del mariscal fue despertado. « Mein Führer, Italia ha entrado en guerra.» Somnoliento, todavía sumido en su letargo, Hitler dijo displicentemente: «Mande dos divisiones.» «No, no, mein führer, es a nuestro favor.» «¡Entonces cuarenta, cuarenta!», se recuperó violentamente Hitler.
 
Esta anécdota que tenemos por apócrifa, o no, ¿quién sabe?, sirve para describir el ambiente en la turbulenta Europa de aquellos días, que repercutía en la España, que acababa de pasar de su neutralidad a la no beligerancia. Con el amo de Europa en los Pirineos la situación era angustiosa. Téngase en cuenta que un ilustre catedrático de Derecho Internacional Público se había referido a la situación de la guerra planteada para sostener que hablar de derecho, cuando las fronteras de Alemania estaban en el Cáucaso y en los Pirineos, no dejaba de constituir una humorada.
 
Pues bien, por aquellos días, uno de ellos, al llegar Foxá a la embajada de España en Roma, donde se desempeñaba como agregado cultural de lujo, el embajador requirió su inmediata presencia para comunicarle una decisión del Gobierno italiano mediante la cual se le declaraba persona no grata. La sorpresa de Foxá fue de tal grado que le movió a averiguar el motivo de tal situación. Resulta que la noche anterior, durante una recepción en la embajada alemana, se hallaba Foxá en animada conversación en un corro con jerarcas fascistas y mandos militares italianos, cuando la embajadora alemana se acercó al grupo y dirigiéndose a Foxá le espetó: «Y ustedes los españoles, ¿cuándo se deciden a entrar en guerra?» A lo que éste respondió tajantemente: «Embajadora, usted con sus palabras me demuestra el valor del pueblo alemán: ¿aún se atreven con otro aliado?». Omitimos por obvio el malestar que en jerarcas y mandos produjeron estas palabras. Sin embargo, la situación fue zanjada dejando sin efecto la declaración de persona no grata, para satisfacción de Foxá.
 
La agudeza de su ingenio alcanzó cotas altas en el mordaz soneto dedicado a Celia Gámez, que trascribimos: «Tú, que naciste en las porteñas hampas/ y del amor conoces los oficios,/ hermosa zorra de las anchas pampas/ que enamoras marqueses pontificios./Tú, que cantas esos tangos con ojeras/ repletos de memeces argentinas,/ y hablando con duquesas tortilleras/ confundes las Meninas con mininas./ Los prognatas toreros que complicas/ por ti se tornan en babosos toros;/ vas al teatro con señoras ricas,/ y estrenas obras con cretinos coros/ escritas para ti por los maricas/ que sueñan con los culos de los moros.»
 
A propósito de este soneto conviene hacer una reflexión. A la mala leche le pasa como al colesterol: lo hay del bueno y del malo. Foxá, como Quevedo, sin duda el más mordaz de los escritores españoles, el producto lácteo lo había convertido, como el colesterol bueno, en remedio eficaz para hacer más placentero el tránsito por la vida.
 
Si pudiera terciar en el tema planteado estos días sobre los tópicos que nos acechan, pudiera recordarnos Foxá algunas de sus palabras: «…el romanticismo es el liberalismo en literatura. Es el individualismo que lleva a la anarquía.»

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