En la planicie castellana, entre Tordesillas y Villalpando, se encuentra Mota del Marqués, una de las poblaciones más pintorescas de España. Pintoresca no por lo llamativo del entorno ni por los usos y costumbres locales —que desconozco por completo—, sino por el desolado panorama sobre el que se erige este pueblo de 349 habitantes: un puñado de casas viejas, dos iglesias escalonadas en rabiosa cuesta y una torre levantada en tiempos medievales por la orden teutónica, defensiva y de vigilancia, que hoy es un montón de piedras arruinadas sobre el altozano que domina la llanura. Esa misma torre, a través de su pared oriental que ya no es una pared sino un tremendo agujero sobre cascotes, aparece ante los viajeros de la autovía A-6 como una ventana descomunal abierta desde el pasado hacia la enjuta verdad del presente, asomada hacia el extenso páramo para mostrar lo importante de aquellos lugares cargados de historia y reñidos con la contemporaneidad: nada.
En nuestro país hay muchos paisajes dramáticos, pero ninguno como el de Mota del Marqués
En nuestro país hay muchos paisajes dramáticos, pero ninguno como el de Mota del Marqués. Tenemos arqueología industrial, pueblos fantasma, carreteras abandonadas y cubiertas de matojos entre cuyas grietas anidan ratones y cazan los aguiluchos, caminos de piedra donde las huellas de los últimos peregrinos desaparecieron hace dos o tres siglos, caserones de indianos desmantelados, jardines en decadencia y engullidos por la vegetación silvestre, bares de carretera descascarillados, como de película de Bigas Luna, todos semejantes al club El Dorado, sito a las afueras —o a la entrada, según se mire—, de la misma Mota Del Marqués. Pero toda esa quincalla paisajística subsiste bajo el denominador común del abandono, el valor ideográfico de “la España vaciada”. Me refiero a enclaves que siguen siendo como si no estuviesen porque ya no sirven para nada o para casi nada, si acaso para ser fotografiados y servir como ejemplo del olvido, la “fiera venganza del tiempo” que reduce a escombros lo que algún día fue espacio acogedor y camino para todos.
Mota del Marqués es muy distinto, como distintos son todos los pueblos y lugares que se parecen a Mota del Marqués igual que un nido a otro nido de cigüeñas. No son cosa del pasado, en desuso, sobrepasadas por el tiempo y arrumbadas a la cuneta de la historia. No es esa su suerte. Su mala suerte consiste en pertenecer al territorio de la vida que necesita seguir siendo, la que no se detiene y exige sal y lágrimas para continuar. Ese es el destino —dramático—, de miles de pueblos echados a un lado de la autovía y obligados a sobrevivir en entornos avarientos, la aridez rural de la España que resiste, la grandeza achicharrada de “las tierras de pan llevar” y la dureza implacable del horizonte yermo. Tierras de tractores a gasoil, de baldío y secano, de sudor sobre el asfalto, agostos de infierno y sabañones en invierno. Es la España que no suma por más que se reúna, la de municipios con seis pedanías y ciento doce habitantes, la de provincias que llevan cuatro diputados y un senador a las Cortes Generales… y de esos cinco, me parece dos o tres van de favor, por llevar algo.
Mota del Marqués, tan a la vista para los viajeros entre Madrid y La Coruña, precisamente por visible y aparatosamente expuesto, es emblema de esa España, la que de todo necesita y no cuenta con población para pedir casi nada. Por no tener, no tienen un buen deshabitado, un intenso abandono que los autorice como doliente y laudable “España vaciada”. Para Mota del Marqués no hay nada, aunque los que allí resisten sean tan hijos de vecino como cualquier otro. Nada, ni gozo ni queja: sólo permanecer, apretar los dientes y paso a paso, hasta bien arriba de la cuesta.
Cierto, es muy verdad que la democracia cuenta votos, no territorios, y por eso mismo en el parlamento español, al amparo de las leyes de España, hay un montón de diputados indepes catalanes y otro puñado de batasunos y batasunas, y otra gente de ese pelaje; pero un servidor, la próxima vez que vaya a las urnas, lo hará pensando en lo que necesitan los pobladores de Mota del Marqués y todos los sitios iguales a Mota del Marqués, la inmensa mayoría de campanarios medio derruidos que jalonan el paisaje —dramático—, de la España que ni siquiera puede darse el lujo de llamarse vaciada. La España que calla y trabaja con la vista puesta en las ruinas de su futuro.
Hay que votar a la España que suda y no llora porque no quiere.
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