Liberaciones que esclavizan

La sociedad hipersexualizada

Hace algunos meses, en una revista musical para jóvenes, uno de los miembros del desaparecido Plus One, grupo estadounidense de pop-rock cristiano, escribía un hermoso artículo sobre algo de lo cual se arrepentía: la pérdida de su virginidad sin que hubiese sido con la mujer de su vida, con su esposa. Chocaba leerlo debido a la permisividad total del ambiente español de hoy, y al entrar el muchacho en un esquema propenso a la idea preconcebida (guapo, famoso, buen tipo, seductor...). Sin embargo, elaboraba una serie de reflexiones que Dios quisiera fueran comunes en nuestros varones adolescentes. Por ejemplo, ¿algún muchacho siente la ofrenda de su virginidad como pérdida?

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Josep Carles Laínez
 
Este cantante así lo hacía. Lamentaba haberle dado a quien no debía aquello que ya no podría ofrecer a nadie, haber desperdiciado algo tan íntimo en un deseo fugaz, sin compromiso alguno, sin amor. Hablaba de malestar; de un desasosiego que le hizo conducir durante horas, pasar por la casa de sus padres, por delante de la capilla donde solía ir, sin ganas ni ánimo de enfrentarse a los suyos.
 
Desde luego, es de valorar su testimonio, no sólo porque a muchos chicos les ayudaría a replantearse que el sexo no es sólo desahogo o conquista, sino, sobre todo, ofrecimiento. Lo es también por la situación en que dejaba a su compañera sexual: No se trataba de un triunfo, ni de la primera de las presas en una larga carrera (con cuantas más me acueste, más hombre soy), sino de una amiga en la desazón. Y esto es hermoso.
 
Hembra y varón
 
La tradicional consideración de la sexualidad femenina, en términos de pasividad, ha influido en que la introyección de la pérdida de la virginidad haya estado mucho más presente en la mujer (y, también, erróneamente en comparación –y machistamente– se haya penalizado). Frente al pene en erección, espada que rasga, aniquila y es limpiada de la sangre para seguir con el mismo fulgor y mayor reconocimiento; la vagina, por el contrario, es ese cuerpo herido que jamás se repondrá de su ocupación, tierra mancillada donde el invasor ha dejado su impronta. De aquí los desagradables comentarios, tan usuales, del estilo de “ésa ya está usada” o “se ha acostado con muchos”. Una chica, antes de establecer una relación formal, amorosa y duradera (el siempre llamado matrimonio), no gana nada perdiendo la virginidad. Nadie la va a respetar más, y sólo la aplaudirán los lobos que vean en ella pan comido. Ahora bien, un chico tampoco. Y esto no suele decirse.
 
La mentalidad española clásica, y la de los tópicos, refranes y dijiendas más arraigados, convertía a la mujer en un alhajero; al hombre, por el contrario, se le brindaba cierta autonomía en el aprendizaje de su comportamiento sexual. No estaba bien el adulterio, pero nada ocurría si velaba sus armas en los lupanares o con algunas de las chicas, de mentalidad más abierta, que habían sucumbido, y ahora eran señaladas. En la actualidad, sigue sucediendo así en muchos grupos, y aunque se anhele la pureza femenina, a la masculina se la ha evacuado por el sumidero.
 
Para los jóvenes, el sexo se ha convertido en una prioridad. No es ilógico habida cuenta del bombardeo diario de sexo, en todas sus manifestaciones, en prensa, televisión, cine, vallas publicitarias, tertulias de radio, comentarios de compañeros, etc. Pero no pueden ser culpados: viven en un medio social donde sólo importa, o así parece, la seducción y el coito (o, si es posible, el coito sin seducción; para qué pamplinas). Las mujeres no son el otro que hará posible el par indiviso y generador de amor y sociedad. Las mujeres son la carne que se ofrece desde todos los escaparates del mundo, a cualquier hombre, sea cual sea su formación, capacidad y nivel. Y eso la convierte en inferior.
 
La mujer está supeditada al deseo masculino, pues, si es ella la que desea, se la juzgará conforme al canon del varón, y será vista como rareza, ajena a la normalidad, y poco fiable. Por eso los adolescentes de hoy estarán hartos de cine porno, de sex-shops y de relaciones pasajeras, pero conocen muy bien el estigma de quien ha deseado como ellos, y difícilmente escogerán como pareja a quien haya dado muestras de querer comportarse según los hábitos del varón.
 
Respeto a sí mismo y al otro
 
No sorprende, por tanto, la deriva de la sociedad. Antes de tener conocimiento, los jóvenes se han perdido el respeto a sí mismos ahogando la posibilidad de que nazca en ellos algo hermoso y puro. Convertir el sexo en intrascendente, en masturbación a dúo, porque nada importa el otro ser humano, salvo para la propia satisfacción, influye en que ni siquiera se pongan ya medidas de profilaxis. Si, además, luego sancionan los popes mediáticos una forma de visión determinada, el imaginario va a apoderarse de lo real. Ellas, porque está en el ambiente, aceptan, sin darse cuenta de que no son damas, sino peones, es decir, sacrificables. Ellos, porque se creen la medida de todas las cosas.
 
Dos ejemplos claros: ¿por qué los muchachos no quieren ponerse un preservativo? Los sexólogos contestan: el nivel de placer es menor, pues se desea un mayor contacto. No lo niego, pero me pregunto si no influye también el hecho de “marcar territorio”, de señalizar el interior de la muchacha con la señal simbólica de que un determinado macho estuvo ahí, de dejarla “tocada”, secundaria (Santiago Segura, uno de los héroes de los lumpenadolescentes, lo pone en boca de su personaje Torrente (cito de memoria por cita dicha, y perdón por transcribir tal ordinariez): “las embarazadas me ponen más caliente; alguien se ha dejado el mejunjillo dentro”).
 
Segunda pregunta: ¿por qué han comenzado a proliferar las operaciones de cirugía estética de los labios mayores o de la vulva? Porque no responden a la imagen de perfección de las actrices de cine porno. ¿Quién consume cine porno? El hombre. Tras vientre, cadera y pechos, ahora la mujer brinda al bisturí sus partes más íntimas para complacer a sus futuros compañeros de cama, sometiéndose a pies juntillas –creerá ella que en un acto absoluto de libertad y autoafirmación– al imaginario masculino. Esto no es liberación sexual, sino humillación. No obstante, como está bien publicitada, el ambiente la aplaude porque lo erótico es chic, y encima a los chicos les gusta más, la mutilación se vive con el jolgorio de la idiotez.
 
Después llegan las estadísticas de parejas frustradas, de asesinatos (abortos o de violencia doméstica), de enfermedades venéreas, o de sentencias de muerte (el sida). Son los daños colaterales, para la mayoría de la sociedad, de “ser más abiertos y disfrutar de la vida”. Pero es difícil engañarse: son la consecuencia directa de una corrupción social que ha convertido en juego, entretenimiento y desprecio uno de sus llamados más sublimes: el del enamoramiento, el amor y la creación de otros seres. ¿O un país puede permitirse el lujo de 91.500 abortos en un año (datos de 2005)? ¿Es lícito tergiversar la noción de “matrimonio” extendiéndolo a parejas homosexuales? ¿Qué se gana con el alcohol, el tabaco, salir de noche e ir de marcha? Todas estas cosas llevan a la pérdida de la autoestima, a entregarse a los mayores desvaríos para seguir la norma dictada por empresas en modo alguno desinteresadas.
 
El sexo habría de situarse en su justo término. Y habría de ligarse exclusivamente al amor y a la entrega. Si no es así, se está siendo muy desleal con los jóvenes, y se está ejerciendo contra ellos una violencia y un abuso que también deberían estar penados por la ley. A los adultos sin criterio, por otra parte, se les está condenando a la border line, al chascarrillo sin gracia, a la vulgaridad sin medida.
 
Por desgracia, el sexo es la plomada con que se evalúa casi todo aspecto de la sociedad. Los diversos medios tecnológicos han hecho posible su difusión masiva. A los hombres y mujeres les vendría bien meditar sobre tal engaño. Y darse cuenta de las consecuencias de tal irresponsabilidad.

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