No. El conflicto Israel-Palestina no es nuestra guerra. Los europeos, tanto del viejo continente, como de otros países más alejados del punto de conflicto tenemos infinidad de cosas en las que pensar y por las que preocuparnos más que en una guerra en la cual tantos europeos desean que pierdan los dos –y algunos no sólo en términos políticos…
Para un europeo, aunque sea cristiano, Jerusalén nunca será como Atenas, y mucho menos podrá sustituir a Atenas. No se trata, con todo, de prioridades nacionales, o de preferencias lúdicas, sino de algo que atañe a nuestras raíces, y a la necesidad de conservarlas mientras esperamos al hombre que vendrá. Por eso, entre Jerusalén y Atenas, el simple titubeo ya sería traición. Siempre Atenas, siempre Atenas, siempre Atenas…; sin olvidar, claro está, Esparta, ni todos los lugares donde nuestra sangre se transmuta en espíritu.
A Jerusalén, los europeos nada le debemos; al judaísmo y al islam, tampoco. El segundo nos intenta destruir desde que nació; el primero ha sufrido nuestras embestidas y nuestra brutalidad, y ahora ocupa en las finanzas, la política y la cultura un papel hegemónico incomprensible para los solo quince millones de fieles que tiene en el mundo. Fue mala elección, amén de torpe, la de los cristianos primitivos, que, por intereses políticos en la sede romana, decidieron no deshacerse, como sagrada escritura, de la abominación que son muchos libros del Antiguo Testamento (Levítico, Deuteronomio, Josué…) o de la historia inventada o mistificada del pueblo judío (no existieron ni los patriarcas, ni Moisés, ni el éxodo, ni Saúl…, ¡David sí!, pero no gran rey, sino jerifalte de aldea). Si Marción de Sínope hubiese triunfado con el proyecto de su canon a comienzos del siglo II, el cristianismo hubiera sido una religión “libre”, como el budismo respecto al hinduismo, o el bahaísmo respecto al islam; sin embargo, la displicencia de la cúpula de aquella iglesia romana, tan judaizante aún, devolvió a Marción a su provincia, y los escritos veterotestamentarios hallaron su lugar en la Biblia que hoy tenemos. Desde aquel instante, el cristianismo no se ha podido quitar su complejo de inferioridad, lo que es evidente en el antisemitismo congénito a Europa: hemos de estar matando siempre al padre. Si Marción hubiera triunfado, la relación de los europeos con los judíos habría sido la misma que con otros pueblos, y no la de un odio atroz por haber condenado a muerte a Yeshúa, transmitirnos sus escritos como Palabra de Dios, y, para colmo, estar convencidos de que son el pueblo elegido y nuestros “hermanos mayores” (Ioannes Paulus II dixit). Seguramente nos habríamos ahorrado mucho llanto, y millares de inocentes hubiesen disfrutado de una vida en paz.
Pero la historia nadie puede cambiarla. Los inocentes se han convertido en polvo esperando la resurrección, y reciben con gritos de tierra a los centenares de nuevos inocentes que siguen cayendo, aunque ahora en el otro bando. Y un europeo concienciado de serlo ve las noticias, observa el fervor militar del ejército israelí, la demagogia de los medios de comunicación (apoyen a quien apoyen), el terror que impera en Gaza ante los bombardeos y las continuas muertes, la criminalidad de Hamas (porque todo lo que pueda hacer para desprestigiar la ya desprestigiada imagen de Israel lo hará, por bárbaro que sea, incluso contra su propia población), la desesperación de los palestinos al no disponer ni siquiera de la capacidad de huir de su país y refugiarse en otro, el estupor de los políticos estadounidenses que apoyan a Israel sin fisuras y reconocen por lo bajini que su operativo es infernal, los imanes musulmanes enloquecidos y los rabinos judíos enloquecidos, los cristianos de Palestina –¡los primigenios!– paralizados porque son odiados igualmente por unos y por otros, las niñas palestinas igualmente condenadas a la muerte, a la exclusión o al silenciamiento, y que lloran la muerte de un padre o un hermano… Imágenes e imágenes del horror y, lo que es peor, de la frialdad que lo provoca. Sin embargo, las lágrimas a lo vivo de un niño de 13 años, enjugándoselas a su madre, que llora y chilla, nunca detuvieron ninguna guerra, pues las batallas, los ejércitos y las armas están hechos para que la gente llore; si no, no tendrían sentido.
¿Qué diferencia este conflicto de otros vividos y que viviremos? ¿Qué lo distingue del de Ucrania-Rusia, Turquía-Kurdistán, China-Tíbet, China-Xinjiang, Hutus-Tutsis, USA-Sioux, Francia-Nueva Caledonia, Sudán-Sudán del Sur, Árabes-Tuaregs…? Que lo judío y lo musulmán siguen implicándonos emocionalmente por muchos motivos, y, entre ellos, algunos de los mencionados más arriba. Con la paradoja de que a nosotros, los europeos, a quienes nos habría de resultar indiferente cómo se dirimiera –hablo en términos meramente políticos, no humanitarios–, nos enconamos en posicionamientos y en partidismos cuando ni judíos ni musulmanes toman parte clara. ¿Qué hace la Umma islámica, cuando el enemigo secular mata a diario a decenas de los suyos? Nada. ¿Qué hacen los cristianos o sionistas estadounidenses, apoyando como hooligans a Israel, cuando saben que las bombas judías revientan iglesias palestinas y mueren cristianos a diario? Nada. Parecen, como algunos israelíes en las colinas cercanas a Gaza, espectadores privilegiados observando un choque que no va con ellos. Y si no va con ellos, ¿ha de ir con nosotros?
No. El conflicto Israel-Palestina no es nuestra guerra. Los europeos, tanto del viejo continente, como de otros países más alejados del punto de conflicto tenemos infinidad de cosas en las que pensar y por las que preocuparnos más que en una guerra en la cual tantos europeos desean que pierdan los dos –y algunos no sólo en términos políticos…–; si queremos conflictos no resueltos, miremos hacia Chipre, ocupada por la Turquía archienemiga de Europa, ¿ustedes ven alguna manifestación, alguna protesta? Y esa, para un europeo, sí que es su guerra.
Ahora bien, que el conflicto sionista-palestino no sea nuestra guerra no quiere decir que nos resulte indiferente, o que no deseemos un alto el fuego definitivo, el cual pasaría por una serie de puntos innegociables: la independencia total de Palestina, y su constitución como Estado, asegurando un territorio de conexión entre Gaza y Cisjordania que podría ser de soberanía compartida por Palestina e Israel; el desmantelamiento de Hamas y la devolución del Gobierno a su legítimo “propietario”, Al Fatah; la libertad religiosa y de la mujer en el nuevo Estado palestino; y el sometimiento real de Israel a los acuerdos a los que se llegase internacionalmente tras el fin de las hostilidades, renunciando a la multitud de colonias que tiene en Cisjordania.
Igual de dislate es que la primera bandera de algunas formaciones nacionalistas europeas sea la defensa de Palestina, como que algunos nacionalistas europeos simpaticen con Israel por el hecho de ser, en cuanto a la movilización general y al orgullo de defender lo propio, un Estado que nada tiene que ver con el sistema liberal. Ni Israel ni Palestina son nuestra casa, ni Europa la de ellos. Ahora bien, tampoco se puede cerrar los ojos a evidencias claras para entender de dónde emana cierto aire de familia: que, en el mundo laico del siglo XXI, Israel forma parte de la nebulosa llamada Occidente, con su régimen democrático; o que el nacionalismo israelí pueda ser admirado, por algunas naciones sin Estado, como resultado exitoso de un país que luchó por su independencia con todas las armas a su alcance: del pacto contra natura a la conquista militar, pasando por el terrorismo.
Pero deseemos la paz en Jerusalén, como dice el salmista: una ciudad hermosa, oriental, extraña…, y ajena; sobre todo, ajena. ¿Nos lo meteremos alguna vez en la cabeza?