El teólogo Juan José Tamayo-Acosta, el amiguito del islam y furibundo enemigo de la visibilidad del legado cristiano de Europa, sueña con un mundo donde todo cuanto suene a cristianismo haya sido extirpado de cuajo de la arena pública. El pasado 1 de septiembre de 2009, como inaugurando el nuevo curso, dejaba sus palabras en El Periódico de Cataluña en un artículo titulado “La escuela y los símbolos religiosos” que de inmediato pasaron a difundir no los fieles de otras religiones (y menos las cristianas), sino dos tipos de personas: los progres y los musulmanes, en esa plusmarca de unión de contrarios tan bien avenida con el gobierno de Zapatero.
Tamayo-Acosta no ha debido de enterarse aún de que vive en Europa, es decir, en una nación que no es ninguna terra nullius para empezar a regirse como si aquí estuviéramos haciendo las cosas de la nada. Quizá se ha tomado tan a pecho el apocalíptico “voy a hacer nuevas todas las cosas” que, si se sale con la suya, las va a hacer tan nuevas que van a ser distintas. O quizá es que le apasiona el estatuto de dhimmi (minoría protegida en el islam), y en el fondo desea convertirse en el futuro en uno de ellos, para así, además, dar valor a las tesis de Nietzsche (la moral del rebaño y todas aquellas pamplinas).
El autor de afirmaciones tan estúpidas como que la presencia del islam nos va a permitir “recuperar nuestra historia, una parte muy importante de nuestra identidad y poder definir por fin qué es España” (Teleprensa.net, 8/11/2008) reclama la eliminación en los colegios (quiérese decir, no solo en las aulas) de cualquier símbolo religioso: crucifijos, imágenes de la Virgen María o de los santos, de Jesucristo… Cualquier cosa que pueda vincular al estudiante o al profesor con la cultura propia del lugar donde vive ha de ser proscrita y borrada. ¿Los motivos? Tamayo da dos: esas imágenes pueden influir (¿negativamente?) en la forma de pensar del estudiante y, atentos, pueden ser consideradas una agresión.
Pero Tamayo-Acosta no sólo pretendería quedarse ahí. Ni mucho menos. La batalla ha de ser total, pues los colegios concertados también han de eliminar esas imágenes o referencia de todos los lugares donde sean visibles. Así que agustinos, escolapios, dominicos e tutti quanti, disponeos a esconder aquello que moleste a los brigadistas de la laicidad, al maquis del “todos contra Cristo”, a los “Pasionarios” de la lucha final contra la religión en la que hunde Europa –y gran parte del mundo– sus raíces.
Pero, claro, me pregunto, ¿por qué se ha de quedar ahí? ¿Por qué sólo en los colegios públicos y concertados? ¿Y no será también posible cerrar las capillas de los hospitales? ¿No habría que eliminar los nombres referidos a la Virgen María de algunas clínicas? ¿No se podría quitar la imagen de Jesucristo que corona las escaleras de mármol de la puerta principal del Ayuntamiento de Valencia, por ejemplo? ¿Y por qué no dinamitamos la catedral de Burgos o la de León? ¿No se hallan en terreno público y suponen una presencia avasalladora del cristianismo en unas calles comunes?
Y al final Tamayo-Acosta se escuda en los distintos credos e ideologías de los alumnos para respaldar sus tesis. Cuánta hipocresía hay en intentar sugerir que el respeto a la cultura del otro es el silenciamiento de la propia.
Pero hemos de estarle muy agradecidos a este teólogo castellano. Él solito nos demuestra la fuerza de una verdad secular: que el enemigo está dentro.