El movimiento identitario europeo nunca ha sido una fuerza homogénea, habiéndose producido diversos desencuentros tanto en lo que se refiere a intereses personales como en lo relativo a tendencias ideológicas. Evidentemente, si de las grandes cuestiones descendemos a los detalles del día a día (gestionar la sanidad de una Comunidad Autónoma, planificar una política cultural o regir las empresas de transporte de un municipio), de la vaguedad de propuestas podemos llegar al vacío sustancioso.
Al igual que algunos ridículos micronacionalismos, el identitarismo europeo se limita a sacar pecho en las grandes teorizaciones, pero es incapaz de desarrollar una política coherente, práctica y comprensible sobre los temas de actuación inmediata. “Son cosas distintas y una no quita a la otra”, se me puede replicar con buen tino. Es cierto. Pero muchas veces nos encandilamos tanto con las grandes estructuras, la política mundial de confrontaciones, los grandes enemigos o los posibles aliados, que llevamos nuestra voluntad nacionalista e identitaria a un callejón sin salida o a un estéril enconamiento de posturas.
Hemos de elaborar teoría, evidentemente, pero sin necesidad de olvidar cuáles son las bases de nuestra sociedad: la familia y el municipio (más el sindicato, si añadimos el componente laboral), y nuestro objetivo, como movimiento político, debería consistir en convertir la vida de los hombres y mujeres de Europa en algo más feliz y mejor, donde las necesidades básicas estén cubiertas por el Estado y vuelva a nacer el orgullo de pertenecer a una patria grande.
Sin embargo, desde los albores del siglo XXI se han venido desarrollando una larga serie de acontecimientos convulsos: el 11-S, el 11-M, la invasión de Afganistán, la de Iraq, la de Libia, la emergencia de potencias regionales (Venezuela, Irán, Brasil…), la política capitalista neoliberal que promueve la avalancha masiva de inmigrantes… Todo ello nos ha llevado, frente a cierta claridad en la centuria pasada respecto a posibles alianzas y certeros enemigos, a inseguridades, dudas e indecisiones a la hora de tomar partido o saber por dónde afianzar nuestra lucha.
Esas contradicciones del militante identitario europeo se observan por doquier. No lo haré largo: artículos a favor de Israel en páginas donde se reivindica a Onésimo Redondo; alabanza de Palestina y confraternización con sus militantes en colectivos que abogan por la expulsión de Europa de los musulmanes; referencias a la hermandad iberoamericana y a la Hispanidad en grupos que desean la repatriación de los ciudadanos de ese origen a sus países… La inmigración y los conflictos de Oriente Medio, su virulencia, su energía y su repercusión mediática nos han hecho perder nuestro centro, llegando a posturas paradójicas en determinados intelectuales y activistas, con más puntos en común si hiciéramos caso omiso de esos estériles “orientalismos”.
Actualmente, entre quienes se dicen defensores de la verdadera Europa se está abriendo una brecha demasiado vasta no por cuestión de medidas inmediatas o de programa, sino por entelequias. A un lado estarían aquellos que debido a un tradicional antisionismo caen en los brazos del filoislamismo, con mayores o menores grados de implicación: desde afirmar la estupidez de “Europa-Tercer Mundo, un mismo combate”, hasta recibir jugosas entradas monetarias de entidades islámicas. Del otro lado caerían quienes van en sentido inverso: ante la conciencia de la enemistad secular del islam contra Europa y de que la inmigración musulmana y su presión demográfica pueden finiquitar nuestra cultura, toman partido por el Estado de Israel sin pararse a plantear nada más (por ejemplo, que la comunidad judía celebró la invasión islámica de Hispania en el siglo VIII).
Si me pusiera en plan franciscano-comprensivo, podría llegar a entender ambas posturas, pero no lo haré. Cualquiera de ellas me resulta cada vez más extraña. Por eso estoy lejos de querer buscar falsas hermandades y coincido con Gelu Marín, quien se refiere a esos orientalismos diciendo: “Eso no es nuestra guerra”. Exactamente: ni el islamismo, ni el sionismo, ni el tercermundismo son nuestras guerras. Olvidémoslas, pues todas ellas pertenecen a pueblos asiáticos con los cuales no tenemos nada que ver. Y la causa de Palestina nos es igual de cercana que la del Tíbet o la de Nueva Caledonia. Que resuelvan sus querellas como les plazca.
Respecto a las disputas internas, las que más nos importan y más daño nos hacen, propondría una moratoria de reflexión hasta retornar a una suerte de “autarquía teórica” en Europa.
Cuando Europa se llena de musulmanes que reclaman cada vez más derechos contrarios a nuestra identidad, y cuando determinados personajes de reconocida ascendencia como Bernard Henry-Lévi y Nicolas Sarkozy nos meten en una guerra por sus intereses y su afán de convertirse en estrellas mediáticas, no seamos tan incautos de caer en esa trampa, pues lo único que conseguiremos será alejarnos de nuestro objetivo prioritario: la libertad de una gran Europa.