En jerga feminista, “aborto” es un término inexistente o condenado a la extinción. En su lugar, se utiliza el eufemismo “interrupción voluntaria del embarazo”. Suena como el “terroristas dados de baja” que emplea el gobierno colombiano para no ensuciarse con “terroristas abatidos”. Bien sabemos que cualquier batalla empieza a ganarse en el terreno de las ideas y del lenguaje. Si “aborto”, tan rotunda con esas vocales, se transmuta en algo voluntario, y se añaden unos plazos, parecerá más cristalino, más mullido, sin tanta agresividad. No obstante, cuando los partidarios del aborto libre (o de 90 días) piensan en tal hecho no consideran que se está poniendo fin a una vida humana, sino que se acogen a la quinta acepción del Diccionario de la RAE: abortar es “producir o echar de sí alguna cosa (…) monstruosa o abominable”. Eliminando al futuro niño tal vez pretenden borrar de sí mismas la mancha de la fornicación. Para las feministas radicales, y para quien ha perdido todo asomo de moral, abortar es el último método anticonceptivo posible, y, a partir de 2010, ZP les permitirá hacerlo cuando quieran y gratis.
Pero abortar no es una intervención sanadora, sino un asesinato. Evidentemente, puede haber un caso, ya contemplado en la ley, en el que se haya de tomar una terrible decisión al haber de escoger entre la vida de la madre o del niño. Fuera de éste, el resto de los supuestos es humanamente comprensible (violación y malformación del feto); en ellos, la sensibilidad y la no intransigencia habrían de ser las piedras de toque. Ahora bien, el referido a los problemas psíquicos de la madre ha sido el coladero por donde han entrado las aberraciones conocidas durante los últimos meses sobre diversas “clínicas” privadas en España. Los socialistas han llegado a la conclusión de que es mejor liberalizar el asesinato de nonatos que aplicar la ley con contundencia.
Los partidarios del aborto libre (aunque sea en el periodo de doce semanas) cacarean con el derecho de la mujer a su propio cuerpo. Olvidan que hay otros derechos en juego. En primer lugar, el derecho a la vida (el primero de los que recoge la Declaración Universal de Derechos Humanos), aunque también, situados ya en el ámbito de la Declaración de Derechos del Niño, el derecho a la atención de salud preferente, el derecho a no ser maltratado, el derecho a amor y comprensión… y eso haciendo caso omiso de un párrafo del preámbulo: “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento”. Recalco: antes y después del nacimiento, hay niño para el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Parece mentira que personajes del tipo de Fernando Savater o Mario Vargas Llosa se reclamen de los derechos del niño a la hora de exigir su escolarización en su lengua materna, e ignoren el mero derecho, de esos niños, a nacer.
Sin embargo, hay otro derecho en juego: el del padre a ser padre. Las feministas radicales olvidan que el embarazo es cosa de dos. A pesar de su pretendida modernidad, caen en un pensamiento salvaje cuando la figura del hombre es, en sus juicios, inexistente, como si nada tuviera que ver el coito con estar encinta, como si el feto fuera un tumor que se ha de extirpar para conservar la vida, o un accidente sólo relacionado por azar con el acto sexual. Pero la realidad es que los niños, desde su primer día de vida, tienen padre y madre. Y a ambos se les ha de exigir responsabilidades, y ambos han de estar sujetos al fruto de su unión íntima. En todo caso, nos habríamos de preguntar por qué en el aborto el niño va a dejar de ser sujeto de derecho durante tres o cuatro meses, y en el divorcio el nonato sí va a seguir siendo un arma de la mujer para exigir piso y pensión.
El PSOE, en su 37 Congreso, ha seguido en la línea de despreocupación por los ciudadanos y por el relevo generacional. Y, sobre todo, de desprecio a la vida, propiciando la caída de nuestra juventud en el vicio de una sexualidad desenfrenada y abortista, antes que en el apoyo de relaciones basadas en el respeto y el amor.