Desde hace unos meses, Alberto Fernández Díaz es uno de los políticos que más valoro. Mi deseo era que no fuese candidato a alcalde de la ciudad condal, sino a presidente del gobierno. Y lo explicaré enseguida. Los políticos vascos y catalanes del PP están demostrando ser los más aguerridos, valientes y claros de toda España. Son quienes verdaderamente se preocupan por los problemas de los ciudadanos, sin miedo a los vociferantes, sin arredrarse ante las amenazas. Cada uno en su ámbito, están convirtiendo al resto de compañeros de partido en meras barbies que se dedican a seguir la senda madrileña del futuro poder.
Entre las propuestas de Alberto Fernández que no se llevarán a la práctica, pues los barceloneses tuvieron el mal gusto de no votarle, estaban: vaciar Barcelona de okupas, tratar con mano de hierro la seguridad y la inmigración, crear una oficina municipal para evitar que los inmigrantes discriminaran a la mujer, organizar consultas ciudadanas para aprobar reformas urbanísticas, controlar el amontonamiento de personas en los pisos, expedir certificados de buena vecindad a quien deseara renovar permisos de residencia, no permitir acampadas en las calles de la ciudad...
Pero, sobre todo, de Alberto Fernández admiré su coraje cuando dijo “no” a la construcción de una gran mezquita en Barcelona. Evidentemente, los conversos lo señalaron de inmediato como islamófobo. Pero él no cedió. Tampoco lo hicieron otros candidatos del PP catalán, conscientes, siendo cristianos, de que cada mezquita en Europa es una muestra de humillación hacia nuestro país, y una piedra más en la estrategia mora de conquista. Fernández Díaz apostaba por la integración de los emigrantes a unos valores, los de la Europa democrática, que no son los habituales en sus sociedades.
La derrota en las urnas y los cambios en la presidencia del PP de Cataluña no han cambiado en absoluto la política de partido. El 3 de octubre de 2007, Daniel Sirera realizaba unas rotundas declaraciones sobre la admisión de la niña marroquí de 7 años en un colegio de Gerona aun llevando el tradicional hiyab musulmán, el pañuelo de la sumisión femenina al macho. Decía Sirera en un programa televisivo que en modo alguno podía consentirse tal hecho; los inmigrantes debían de acoplarse a unas normas, propias y democráticas, que, por encima de todo, estipulaban la igualdad.
Pero frente a la concisión y firmeza de Daniel Sirera en Cataluña, nos encontramos con la doctrina multiculti de sus vecinos meridionales, es decir, los de la comunidad valenciana. En el borrador del futuro Decreto de Derechos y Deberes de Padres, Profesores y Alumnos, defendido en estas mismas páginas por cuanto suponía de devolver autoridad al profesorado y de reconducir a lo estudiantes díscolos o prestos a delinquir, se estipula, por el contrario, que se permitirá el uso del hiyab. Así, el conseller de Educación ha salido pletórico diciendo que un problema como el de Cataluña nunca se hubiera producido en Valencia. Qué bien: a las niñas las podrán estigmatizar desde bien chiquitinas. Para marginarlas, para aislarlas, para condenarlas al gueto y a la poligamia.
El órdago ahora es saber qué política hará Mariano Rajoy si vence en las elecciones de marzo de 2008: ¿seguirá la fuerza y la entrega de catalanes y vascos, tan meridianamente claros, tan españoles?, ¿o suscribirá la doctrina PP-PSOE del mestizaje, la pérdida de nuestros referentes culturales, la loa del multiculturalismo y el “aquí no pasa nada”? Porque si, cuando llegue la hora del poder, se tiene miedo a cuatro periódicos, tres pseudointelectuales y cinco actores, por los menos a los socialistas nos los vemos venir, y siempre, con ellos, quedará el consuelo de que en algún momento, cuando menos lo esperemos, ganarán los nuestros, los de verdad.