Nicolas Sarkozy ha de vencer en Francia. No hay otra opción. La rotundidad debe ser de este calado si los europeos quieren proseguir con su cultura y, sobre todo, tener alguna probabilidad de comenzar una recuperación de sus valores. Por eso Sarkozy no es una opción más en las próximas elecciones francesas, sino “la opción”: o Francia se suicida en una política multicultural, adentrándose en lo que algunos analistas ven incluso como una posible guerra civil, o Francia escoge al único político que puede darle un nuevo orgullo y, por efecto dominó, que tal orgullo se expanda a toda Europa. En primer lugar, sería lo deseable, a España, con el objetivo de que la derecha asuma un modelo claro e imitable ante una continua indefinición o vergüenza de mostrarse como lo que es.
El excelente programa político de Nicolas Sarkozy se basa en una serie de puntos que en el estado actual de España se nos antojan imposibles, no sólo de imponer, sino ni siquiera de plantearse. Mencionarlos sería abrir la caja de Pandora de todo el mundillo “multiculti” y acomodado en la bondad del buen salvaje. Por eso alegra que a tan pocos kilómetros de aquí se puedan decir en voz alta, calen en la población (es más, en el verdadero pueblo de Francia) y, si los electores eligen bien, vayan a disfrutar de los mismos. Se fundamenta sobre una base ineluctable y de necesario retome en nuestras sociedades: la meritocracia. A partir de este principio básico, se van enlazando una serie de propuestas que verdaderamente dejan traslucir a un hombre decidido, con valor para decir las cosas y con una trayectoria política que da esperanzas más allá de sus fronteras si alcanza la presidencia de la república.
Entre estas medidas del futuro gobierno de Sarkozy, hay algunas cuyo trasvase a España sería enriquecedor. Por ejemplo, la reforma del código penal para rebajar a 15 años la edad en que se pueda procesar y encarcelar, así como la penalización de los progenitores si la edad del delincuente es inferior a ésa. Esto, qué duda cabe, destrozaría el colchón falso de intocabilidad para los niños delincuentes, al igual que acabaría con el “juvenismo” o “infantilismo”, una fascinación enfermiza en el mundo de hoy. De igual modo, Sarkozy desea crear una serie de tribunales populares cuyo cometido sería juzgar a los jueces, a fin de acabar con el corporativismo tan usual en algunos medios.
En la política internacional, es fundamental que Francia se oponga a la entrada de la musulmana Turquía en Europa, y es más, ejerza el veto a fin de impedir viciadas y estúpidas conversaciones de integración en la UE. Por el contrario, dada la situación geográfica otomana (y habida cuenta, añado yo, que los territorios ocupados por el actual Estado turco pertenecen por derecho al pueblo europeo) se impondría un partenariado privilegiado con la misma; esto entraría, a su vez, en un macroproyecto euromediterráneo de buen vecinaje, donde, por supuesto, también se hallaría Israel.
En el fondo, el –esperemos– futuro gobierno de Sarkozy pretende dar a los valores de jerarquía, valor, orden y justicia el papel que han perdido en una Europa a la deriva. El discurso identitario, tan imprescindible, ha vuelto a ser lanzado por un político sin miedo a decir las cosas, con medidas tal vez llamativas o sorprendentes, pero en las cuales se debe confiar. Sarkozy ha tenido la valentía de proponer mucho de cuanto deseamos los verdaderos europeos. Entre ellas, defender la mención explícita en la Constitución Europea de las raíces cristianas de Europa. Sólo nos cabe esperar que en España se tome nota y la derecha vuelva a ser derecha, sin complejos.