No suelo ver televisión, fuera del telediario de la tarde cuando me pilla en casa, y me aburre mortalmente todo lo que sucede en el hemiciclo de las Cortes. No sigo de cerca (ni de lejos) la política en contra de lo que tantos creen. Soy, en lo relativo a ella, una de las personas más desinformadas o, por lo menos, más despistadas del país. Si me preguntan qué partidos se disputan la presa del separatismo en Cataluña no sabré devanar la madeja de tan confusa sopa de siglas y si me piden que les diga el nombre de media docena de ministros me quedaré de muestra. Y, sin embargo, el miércoles y el jueves estuve de bruces, horas y horas, absorto, casi hipnotizado, frente a la pantalla. ¡Quién lo hubiera dicho! Resulta extraño, bien lo sé, pero puedo explicarlo. A las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles andaba yo aún remoloneando entre las sábanas con mi novia, que es, por cierto, colaboradora de este diario y pensaba escribir sobre el debate, y fue ella quien tuvo la ocurrencia de agarrar el mando y de encender la tele no sin recordarme que poco antes había expresado yo la intención de presenciar lo que según los todólogos de las tertulias, los politólogos de los medios de desinformación y los teólogos de los partidos, menos uno, iba a ser una escaramuza de escasa relevancia que no depararía sorpresa alguna. ¡Pues vaya si la hubo! Los profetas, como suele ser usual en quienes juegan a serlo, habían metido la pata hasta la altura del menisco. Lo que casi desde el primer momento vimos y oímos fue, más que moción de censura, una tragedia de Shakespeare que discurría según los cánones de las que muchos siglos atrás habían escrito en la Hélade los padres de ese género literario: exposición, anagnórisis, catarsis... Y no faltaba el coro ‒sus Señorías‒ ni la orchestra: el hemiciclo. «¡Caramba! ¡Teatro gratis!», me dije, mientras me erguía, me acomodaba entre los almohadones, mi atención se espabilaba y el asombro dilataba mis pupilas. «Esto promete», pensé, y la promesa, efectivamente, se cumplió. Aquello parecía no sólo tragedia de Esquilo, de Sófocles, de Shakespeare, sino corrida de toros narrada por Hemingway. Más español, imposible. La España progre, la España castiza y la España de las Taifas hicieron el paseíllo mientras millones y millones de españolitos de corazón helado por el virus y la creciente miseria aplaudían o silbaban. La división de opiniones era evidente. Sonó el clarín, ordenó la señora Presidente (con e, por favor) que empezara la lidia, inició ésta con unos correctos lances de aliño el señor Garriga, sobresaliente de espada, que el 14 de febrero tomará la alternativa en Barcelona, y pasó luego los trastos al cabeza de cartel, Santiago Abascal, Niño de Amurrio, que cuajó una faena superlativa, a la que, en opinión de quien esto escribe, no cabe oponer un solo pero. Sí, sí, lo reconozco, soy amigo personal y fiel seguidor de ese torero, con el que había almorzado unos días antes, en martes y trece, tentando a la fortuna, y aprecio su forma de torear, pero cronista soy esta vez y en cuanto tal procuro que el afecto y la cercanía (no unánime) de nuestros respectivos idearios no me nublen el juicio. Amicus Plato sed magis amica veritas, ya saben... Siguió la lidia, pisaron el ruedo con más pena que gloria otros espadas, que más parecían novilleros (o novilleras... ¡Ay, doña Inés del alma mía!) y en cuyas faenas no merece la pena detenerse, y cuando ya el tedio empezaba a adueñarse de los tendidos estalló la sorpresa, que fue mayúscula, originada por la apoteósica revelación de quien iba a electrizar la plaza. Dejémonos ya de símiles taurinos y regresemos a la tragedia griega y a la isabelina, por no decir a la Última Cena narrada en el Nuevo Testamento. No quiero ganarme la enemistad de alguien ‒Pablo Casado‒ con el que mi relación siempre ha sido amistosa y mi actitud admirativa, pero el imperativo de la veritas me obliga a adjudicarle, a título discretamente metafórico, el papel de Judas, pues a su discurso, que fue, desde el punto de vista de la oratoria, sencillamente espléndido ‒quizá la mejor pieza retórica que jamás se haya escuchado en el Congreso (obvio es que no oí las de Castelar en otros tiempos)‒, sólo le faltaron la mirada aviesa del traidor en el lienzo de Leonardo y las treinta monedas que no serán de oro, ciertamente, pues la honradez se le supone y yo la doy por hecha, pero sí acuñadas con el metal de acuerdos políticos extramuros de su partido cuyo alcance es hoy difícil, si no imposible, perimetrar. Nadie esperaba tan traicionera, trasera y trapera puñalada digna de los más diestros sicarios del Viejo de la Montaña. Era, además, y quizá sea eso lo peor, completamente innecesaria, pues el efecto perseguido habría sido el mismo, y quizá aún más contundente, limitándola a los argumentos políticos y prescindiendo de los que sólo lo eran ad hominem. Federico Jiménez Losantos ha llegado a decir que con ese discurso Casado demostró ser una mala persona. Yo no voy a llegar tan lejos, pero admito que lo pareció. Su estocada fue, recurriendo otra vez a símiles taurinos, un infame bajonazo. Está por ver si le servirá de algo o le pasará factura cuando llegue el momento de contar los votos. Su partido recibirá casi todos los de Ciudadanos, ya difunto, que no son muchos, y quizá unos cuantos, pocos, procedentes del PSOE, pero sufrirá la hemorragia de los pepeístas desencantados, por no decir asqueados, que tomarán el olivo para votar a Vox. Insisto: ya veremos. Lo único seguro por ahora es que se diluye la distancia entre el gobierno y los populares, que éstos se funden y confunden en el promiscuo abrazo de la socialdemocracia, que ya sólo queda un partido de derechas y que Abascal se ha convertido, por mor de lo que Bergamín llamaba arte de birlibirloque (el del toreo), en discutido, pero indiscutible jefe de la oposición.
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