La pandemia del egoísmo y la estupidez

Ignorábamos que alcanzara tales extremos la manera como nuestra gente se está dedicando a difundir el virus.

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¡Ah, o sea que es esto lo que está pasando! Ya lo sabíamos más o menos, claro está; pero ignorábamos que la cosa llegara hasta este punto, que alcanzara tales dimensiones. Lean, lean, por favor, el artículo que publicaba El Mundo este fin de semana sobre cómo se está comportando nuestra gente, cómo se dedica a difundir el virus nuestro querido Pueblo: hermanadas todas sus clases, aunque es probable que la ceguera egoísta predomine en las más populares, si nos atenemos, en todo caso, a los índices de contagio existentes en sus barrios. Sí, es cierto que ahí la gente vive más hacinada en los pisos. Pero no es sólo eso, no. Es que ahí predomina mucho más el zafio «¡Y a mí qué, tío! ¡A mí qué más me da!».

«Más que pensar en los demás, hay que pensar primero en uno mismo», declara en el referido artículo un energúmeno que se salta alegremente la cuarentena a la que se ve obligado por haber estado en contacto con un infectado.[1] «Lo que no voy a hacer es ponerle puertas a mi libertad», añade el mismo cretino. Con estas dos frasecitas, el individuo en cuestión no hace otra cosa que proclamar los dos grandes pilares de nuestros democráticos tiempos: el individualismo egoísta transformado en gregarismo, y los caprichos de una libertad convertida en opresión y, en este caso, opresión mortífera.

Porque contra una epidemia que ya ha matado en el mundo entero a un millón de personas; contra una epidemia que, dejada a sus anchas, podría acabar matando a los 50 millones que se cargó la mal llamada «gripe española»; contra una epidemia que podría llegar a dichos extremos si no se aplicaran medidas coercitivas y no tuviéramos los prodigiosos (aunque insuficientes) medios sanitarios que nos proporciona el Mundo de la Técnica;

Contra semejante epidemia no valen los sacrosantos derechos de los corderos a hacer lo que les dé la gana

contra semejante bestia no valen los sacrosantos derechos de los corderos a hacer lo que les dé la gana; contra semejante bestia sólo se puede luchar con una disciplina de hierro y con las duras medidas coercitivas que, mal que nos pese y por mucho que disgusten a nuestros niñatos malcriados, se impone adoptar.

Gracias a ambas cosas, ahí están los chinos, cuya tiranía totalitaria es obviamente tan aborrecible como admirables son, en cambio, su sentido de la colectividad y la eficacia de sus medidas de confinamiento: cero infectados desde hace ya varios meses y una economía lanzada a pleno rendimiento. Ahora bien, si para evitar las molestias, constreñimientos e imposiciones que implica combatir la enfermedad y la muerte, nuestros niñatos (y niñatas) apuestan por ella, ¡allá vosotros, imbéciles! Allá vosotros… si no fuera que con vuestro individualismo gregario y con vuestra libertad de autosometidos estáis poniendo en peligro mi vida y la de todos.

Todos: he ahí el término que en sus cabecitas descerebradas es incapaz de entrar

Todos: he ahí el término que en sus cabecitas descerebradas es incapaz de entrar. Y si algo absolutamente decisivo, vital, no entra por las buenas en la cabeza de la gente, no queda más remedio que hacérselo entrar por las malas. Pero para eso, para sacar todas las consecuencias que, además de mil otras cosas, se impone sacar del comportamiento de nuestra gente, haría falta que quienes apostamos por la vida —por la material  y la espiritual, por la del cuerpo y por la del alma— nos interrogáramos también alguna vez sobre nuestro consentido sometimiento al yugo de la mayoría.

 Todo ello por no hablar de la otra sandez: la de quienes pretenden que todo eso es humo, que no hay virus que valga, que todo es un invento del Sistema, que decenas de miles de científicos y sanitarios del mundo entero, poniéndose al servicio de Soros y Bill Gates, se han inventado una epidemia inexistente al tiempo que se dedicaban a ingresar a enfermos imaginarios en las UCIs y a llenar de viento un millón de ataúdes vacíos.

Un tal dislate parece constituir la versión contemporánea de lo que caracteriza a todas las situaciones de gran epidemia: ante el pánico frente a lo desconocido, ante la angustia frente a lo incontrolable, unos se dedicaban en otros tiempos a azotarse mutuamente el cuerpo esperando calmar a un Dios cruel; ante el mismo temor y ante la desaparición de Dios, otros se dedican hoy a azotarse la inteligencia.

[1] Un infectado... El término parece prohibido (por eso lo uso). En su lugar, la habitual blandenguería de mermelada sólo habla de contagios y de contagiados.

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