La aventura de lavarse el culo en Cuba

Desventuras higiénicas en la Cuba revolucionaria, socialista e igualitaria.

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Atendiendo a la autoridad, para mí incontestable, del gran Néstor Luján, tendremos noticia de que ya a principios del siglo XVIII (1710), en Francia, se conocían los beneficios higiénicos del bidé. Fue por esas fechas cuando madame de Prie recibió en audiencia (suponemos que privada) al marqués de Argenson, sentada ella en su bidé, tan glamourosa y repulida en sus remotas provincias. Es de razón, por tanto, impetrar el derecho de todo ciudadano al uso de este mueble auxiliar que tantísimos años lleva inventado y que tantas satisfacciones y ventajas deparó a la humanidad, siendo la principal de ellas, naturalmente, llevar el sieso en perfecto estado de revista. El mismo Charles Bukowski, en el capítulo 65 de su inmortal obra Factotum, clama por el derecho a la higiene íntima con semejantes sentidas palabras: “Hasta el más despreciable ser humano de la tierra necesita limpiarse el culo”.

Siendo pues que aceptamos como establecida la necesidad y el derecho humano (tan humano), a lavarse correctamente la zona sugerida y aledaños tras una deposición a mayores, encontramos el inconveniente de que en algunos países poco desarrollados, menos aún civilizados, el uso del bidé no es práctica común, ni siquiera excepcional; sencillamente, no se estila. No hay. Y uno de esos países resultó para mi desgracia ser Cuba, bendita tierra donde cayeron mis huesos en próximo pasado. En mi humilde ingenuidad, pensaba que siendo como es aquella nación la patria fulgente de la liberación y el bienestar del pueblo, la presencia del bidé en cada domicilio (no digamos en los hoteles) sería algo común. Craso error. No hay ni uno, al menos yo no he tenido la suerte de dar con él. Gran decepción.

Total, que una vez instalado y ya comprobada la carencia crónica de tan fundamental artefacto, decidí que lo más práctico sería buscar una tienda, comprar una esponja de baño y practicar las abluciones correspondientes bajo la ducha (duchas sí hay, un poco raras pero las hay). Lo que no sospechaba era que encontrar y adquirir la necesaria esponja iba a constituir una gran aventura tropical. En seguida me explico.

9.30 am. Bajo un sol de chicharrones, con un calor de volverse locos los pájaros en los árboles, me dispongo a hacer cola, como corresponde, a la entrada de una tienda del Estado (cubano) donde me habían dicho que era posible (no seguro) encontrar la meritada esponja. Un negrazo ataviado con el uniforme civil de los empleados estatales (ver imagen superior) hace guardia ante la puerta del establecimiento. Los clientes sólo pueden entrar de uno en uno, por turnos, cuando el vigilante lo indique, lo cual suele acontecer más o menos en cuanto sale el anterior comprador.

Tras de mí, en la cola, un anciano muy parecido a Morgan Freeman suda la gota gorda, resopla, se lamenta en voz baja, se encorva y mueve la cabeza en gesto de negación y, supongo, desesperanza. Pregunto a otro mozo que aguarda turno en el puesto inmediatamente anterior al mío.

—¿Por qué hay que entrar de uno en uno? ¿Por qué nos hacen esperar en la calle, con este calor?

—Porque dicen que se pierden muchas cosas.

—¿En serio?

—Eso dicen…

Dentro del establecimiento (del Estado) (cubano), hay aire acondicionado. Mientras una turista rubicunda efectúa su compra, seis o siete Yazminas y Yureimas, todas vestiditas de uniforme, tan monas, sonríen y conversan, escriben notas en papelajos inventariales, reponen cada artículo retirado por la turista (la cual, por supuesto, pagará en moneda convertible; si acudes a estas tiendas con pesos cubanos compras lo mismo que Robinson en su isla); y como decía: mientras pasa la mañana, el anciano negro se consume en calores de venganza, las Yazminas y las Yureimas chascarrillean, la cola aumenta y el sudor empapa la ropa, me da por pensar en la imposibilidad de que se pierdan “muchas cosas” en una tienda donde no hay muchas cosas a la venta, sino muy pocas cosas. Me da por pensar, pues soy de natural malpensado, que la función del moreno-armario ante la puerta del colmadito, guardando el acceso con adustez leninista, es una forma sutil pero efectiva de visibilizar la dictadura del proletariado. Nos tienen en la calle (en la puta calle, con 32 grados y sensación térmica tropical) porque les da la gana, porque quieren, para que nos jodamos nosotros por no ser ellos, para que las Yazminas y las Yureimas, de uniforme, se sonrían y se cuenten el calor que pasaron la noche anterior, en su casa, mientras los aspirantes a usuarios de su tienda hervimos en la acera, frente a la puerta del Estado (cubano). Es su manera, sutil, brutal, de penalizar el consumo: en esa tienda no se venden artículos de primera necesidad sino otros de higiene, aseo, limpieza… Chorradas capitalistas, consumistas. Si quieres lujos, además de pagarlos en CUC’s[1] te vas a joder un buen rato, haciendo cola, sudando como un caballo. Así fue, bien lo recuerdo.

Bien… Ya pasó la hora y media de sauna al oreo, ya llegó la hora de entrar y disfrutar del aire acondicionado. Me sujeto al mostrador como un náufrago a su tabla redentora y espero a que una Yazmina (quizás una Yureima) acabe de platicar con su otro yo proletario. Es el momento decisivo, el de la verdad. La Yazmina (tal vez Yureima) se dirige a mí con ademanes displicentes:

—¿Qué desea?

—Una esponja de baño.

—No hay —sonríe, yo creo que con crueldad.

—No hace falta que sea esponja-esponja… Con algo que sirva de esponja me vale.

—Ya le he dicho que no hay.

Me mira como si pensase: "Sólo faltaba... Una esponja de baño, como si esto fuese Gomorra… Ah... debilidades crepusculares, decadencia imperialista…".

La dependienta (acaso Yadira o Yanara) hace un gesto al negro de la puerta. El guardián de las esencias abre y me indica que salga para, de este modo, permitir la entrada al próximo comprador (hay que ser solidarios). Me expulsan del paraíso del aire acondicionado.

Antes de consumarse la tragedia, la Yelena del mostrador, probablemente compadecida de mí y de mi culo, me advierte:

—A cuatro cuadras, en la calle 49, hay un centro comercial. Puede que allí encuentre usted la esponja.

De nuevo en la calle, observo la mirada ansiosa de Morgan Freeman: ya es el primero en la cola. En lo reservado de mi conciencia, rezo para que haya mucho de lo que desea comprar, y que no le apliquen el plan Mandioca: “Hay, pero no te toca”.

Tomo un coco-taxi (5 CUC’s) y vuelvo a mi alojamiento. Mañana, sí, mañana volveré a intentarlo en la calle 49. O no. Si en una sencilla tienda he padecido hora y media de asador, en un centro comercial puede que alcance la cadena perpetua. A lo mejor espero a volver a España para lavarme el culo como Dios manda. A lo mejor… El mundo es como es, nunca se sabe.

©De la fotografía: José Vicente Pascual

[1] Peso Cubano Convertible (Cuban Universal Currency), divisa figurada con valor aproximado a 1,19 €.

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