El fracaso de la política idealista no se debe a la propia incapacidad ni a las intrigas de los enemigos, sino a la “contradicción misma” del propósito idealista…. [la política realista] es “política de realización” [a partir] de jugosos ideales concretos, extraídos de las cosas, ideales que se encuentran en la realidad, no en nuestras cabezas.
José Ortega y Gasset.
La rebelión de las masas
Estas reflexiones sobre la hegemonía cultural de la izquierda en España, desarrolladas en doce puntos o tesis, es el prólogo de un trabajo ensayístico más amplio en el que trabaja el autor en la actualidad. Como quiera que una obra de estas características se encuentra siempre sujeta al doble condicionamiento de no escribir al dictado de la coyuntura y, al mismo tiempo, no soslayar la concreta inmediatez de lo cotidiano, parece procedente publicar, a modo de adelanto, las referidas reflexiones, por cuanto el resultado final del ensayo será, inevitablemente, el compendio organizado y cuidadosamente estructurado de una serie de observaciones sobre lo real que inevitablemente, en algún momento de su conformación como elemento argumental, fueron parte de la urgente realidad. Precisamente por evitar esa urgencia —parte no poco importante del problema — e intentar el esbozo de una caracterización “fuera de la coyuntura”, se ofrecen en este prólogo una visión y un relato histórico de cómo, según el punto de vista del autor, la izquierda española, a pesar de sus inmensas carencias en el terreno de lo político y de su incapacidad para transformar la realidad en favor de las mayorías a las que dice representar, ha conseguido fortificarse en el dogma prácticamente indiscutible —y apenas discutido —, de su hegemonía en los ámbitos de la cultura y, desde luego, en la apreciación de “valores” particulares, subjetivos, que al día de hoy son considerados como fundamentos doctrinales en una sociedad tristemente huérfana de esos “valores” y un discurso alentador y eficiente sobre sí misma, su sentido en la historia y su potencialidad en el mundo contemporáneo.
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Únicamente interesará esta caracterización de la hegemonía cultural de la izquierda en España a quien nunca haya pensado el fenómeno desde el punto de vista que aquí se expone. Y concitará acuerdo, o relativo acuerdo, de aquellos que, reconociendo adecuado dicho punto de vista, coincidan también en la necesidad de impugnar en su totalidad el legado ideológico sostenido y acrecido durante los últimos cincuenta años por la izquierda española y, en realidad, por el conjunto de fuerzas políticas y corrientes culturales que han ejercido influencia decisiva en nuestra sociedad y su ideario dominante. Va de suyo que, además, únicamente interesarán estas líneas a quienes no sólo aprecien conformidad en lo expuesto sino que, además, prevean necesaria una reversión epistemológica radical, la cual es posible describir en el ámbito de las ideas y a partir de elementos ideales del presente, pero absolutamente imposible en el actual imperio de lo real, la determinación de fuerzas en contradicción y los vínculos tensionados de estas fuerzas con los aparatos de Estado, tanto ideológicos como coercitivos. Este opúsculo, por tanto, no es una invitación a la contemplación pero tampoco es una propuesta de acción. Su sentido se restringe a la concreta (aunque insuficiente) capacidad para la caracterización del entorno; pues sólo se puede conjeturar sobre la transformación de lo real cuando su caracterización es adecuada.
Cuando se propone una impugnación a la totalidad del legado ideológico de la izquierda y de los agentes sociales y/o políticos que han conformado el discurso dominante, no me refiero a un debate acerca de los principios teóricos y elementos de análisis formulados por la concepción “izquierdista” de la realidad (abrumadoramente marxista en sus orígenes) y consiguientes postulados para transformar dicha realidad, sino justamente a su contrario: el irreversible proceso de negación, por parte de la izquierda, de las bases de la teoría marxista sobre el sentido de la historia y la acción política, para ir suplantándolas paulatinamente por una amalgama de ideas “progresistas”, yuxtapuestas en torno a un discurso humanitario (no humanista, como se verá más adelante), que responden a la “inquietud” social de las clases medias y la pequeña burguesía urbana; concluyendo esta metamorfosis en los actuales paradigmas ideológicos obligatorios para el conjunto de la sociedad. No es propósito de estas líneas, ni por lo remoto, esbozar una refutación del marxismo como “ideología fuerte”, por cuanto la hegemonía de la izquierda en las sociedades occidentales (y en España en particular) se ha fraguado y desarrollado durante las últimas décadas a través de “ideologías débiles” que pudieron tener su fundamentación en la crítica materialista dialéctica de la historia, pero que, al mismo ritmo en que el marxismo se desmoronaba como teoría cosmovisionaria y como praxis degenerada en los países del extinto bloque socialista, han diluido la estructura nuclear de esta doctrina para adaptarla a perspectivas de presente muy distintas.
Por tanto, para comprender este fenómeno es imprescindible entender cómo la ideología tradicional burguesa de los derechos humanos, las libertades, etc, ha sido capaz de asimilar (“integrar”) los enunciados revolucionarios propios de los siglos XIX y XX (paleosocialismo, anarquismo, marxismo), para transmutarlos en ideario oficial del mismo sistema que aquellos postulaban destruir y sustituir por la correspondiente utopía; una ideología lábil por su propia naturaleza aunque dotada de extraordinaria capacidad para satisfacer y homogeneizar el criterio de las masas, de manera que cualquier disensión con este nueva doctrina del bien común señala de inmediato al disidente como elemento indeseable, asocial, reaccionario, etc, etc.
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La caracterización de las condiciones del presente a que me refería en los inicios de este escrito, parte de un enunciado propositivo que en adelante se reputará como evidencia: la sociedad española contemporánea, en todas sus estructuras y categorías, tanto en los niveles institucionales como en los segmentos de interacción de la ciudadanía, es por completo el resultado, y por tanto el legado, de la política de la izquierda; bien entendido que como “política de la izquierda” se señalan tanto las acciones de gobierno como la inercia administrativo-institucional, así como la configuración del entramado de relaciones sociales y, probablemente lo más decisivo, la consolidación del ideario común sobre un consenso inamovible que se articula en base a enunciados culturales-ideológicos de la izquierda realmente existente.
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Las actuales disensiones en el espectro político-organizativo de la izquierda, con el surgimiento de nuevas opciones radicalizadas, enfrentadas a las siglas tradicionales de la socialdemocracia y el comunismo, no responden a una disfunción fundamental en la dialéctica teoría-práctica de esa misma izquierda, sino a un debate extremo, en condiciones que llegaron a ser extremas a raíz de la crisis económica de 2008, sobre el modo de gestionar la hegemonía y el método de distribución de los beneficios deducidos a partir de la misma. El fracaso de las políticas concretas del último gobierno socialista en España, determinado por la crisis, no supuso el fracaso del modelo sino el fracaso de la manera de administrarlo y desarrollarlo históricamente. La acción y proyección estratégica de los ejecutivos de José Luis R. Zapatero, de no haberse visto truncadas por la urgencia sin retorno de la crisis, habrían conducido necesariamente al mismo momento de expresión y realización de la hegemonía de la izquierda en que nos encontramos.
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Esta hegemonía de la izquierda tiene un momento de aparición reconocible en el pasado reciente de nuestra sociedad, en el cual convergen dos fenómenos subrayables por su posterior evolución y consecuencias históricas: la renuncia del régimen del general Franco (el mal llamado “franquismo”) a pertrecharse ideológicamente y mucho menos desarrollar un cuerpo teórico en pugna con la visión de la historia mecanicista-materialista del marxismo y sus principales organizaciones, entregando a “los tecnócratas” la gestión de los intereses públicos y de la actividad normalizada de las instituciones; por otra parte, y este es un elemento de igual o acaso mayor importancia, la reformulación de la oposición comunista al Régimen, mediante el Manifiesto de 1956 sobre la “política de reconciliación nacional”, confirmada como línea oficial del partido en el Congreso de 1960. Ambos hitos entran en escena a mediados de los años 50 del siglo pasado. Dos décadas más tarde, habrán marcado irrevocablemente el devenir de la reciente historia de España.
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El “franquismo” fue un sistema político sin ideología propia. En un principio, sobre todo durante la guerra civil, convergían en la exaltación del Caudillo segmentos amalgamados de la derecha: militares, falangistas, tradicionalistas, cedistas y una gran masa sin adscripción concreta cuyo único referente sólido eran sus vínculos devocionales con la Iglesia Católica. La teorización más elaborada sobre “la nueva España” (el nuevo Estado Corporativo), provenía de FE-JONS y su icónico líder José Antonio Primo de Rivera. Sin embargo, el análisis falangista y su propuesta política son desarticulados mediante el Decreto de Unificación con la Comunión Tradicionalista. El falangismo, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, pasa a integrar el aparato ideológico-folclórico del Estado (OJE, Sección Femenina), al tiempo que se consolida como pintoresca reserva espiritual en los ámbitos de lo puramente estético. La ideología oficial del Régimen, expresada en las Leyes Fundamentales del Reino, insiste en una predeterminación en torno a conceptos simples: la unidad de España, la paz social, la sustitución de los partidos políticos por la representación “orgánica” de la sociedad en las Cortes, la función suprema del caudillaje, el progreso de las clases trabajadoras y su promoción al nivel de las emergentes clases medias, el anticomunismo y antiliberalismo, etc. En cuanto a las demás facetas del desarrollo cotidiano, sobraba con la orientación práctico-moral de la doctrina social de la Iglesia. Cuando, a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica retira paulatina y ordenadamente su apoyo al Régimen, al tiempo que amplios sectores profesionales y empresariales abogan por el restablecimiento de la libertad política, el franquismo, como sistema de poder, queda tocado en su línea de flotación: condenado históricamente e inerme ideológicamente.
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Por el contrario, y como efecto inverso, la “política de reconciliación nacional” propugnada por el PCE se convierte en un éxito absoluto, posiblemente el mayor logro en el terreno de las ideas a lo largo de su historia. Concurren a la formulación sobre la necesidad de reconciliación no sólo las organizaciones obreras y sindicales sino agentes de todas las clases y sectores sociales. La reconciliación, tras la muerte de Franco (1975), es la única ideología oficial posible. La asumieron el presidente Suárez y su partido, la UCD, primeros vencedores en unas elecciones generales con garantías formales para considerarse democráticas; igualmente hicieron los socialdemócratas y la derecha liberal (AP-PP), en las legislaturas en que se han ido turnando en el poder. También los nacionalismos periféricos, sobre todo el vasco y el catalán, aceptaron en principio y hasta hace pocos años esta necesidad de integración y consenso, antídoto contra el desmembramiento social y la exacerbación de la lucha de clases como único escenario sustitutivo. La reconciliación como referencia ideológica y como motor de transformación de la sociedad española ha sido hasta el período 2008-2014 el único valor puesto en práctica, formalizado y solemnizado en nuestra Constitución de 1978; e indudablemente, el único posible.
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Paradójicamente, es el régimen bonapartista del general Franco quien sienta las bases históricas, durables, de la supremacía cultural y política de la izquierda. Por una parte, el reclamo incesante de libertades políticas, durante varias décadas, se convierte en reivindicación exclusiva de la izquierda, lo que genera una inercia, hasta nuestros días, de identificación mimética: izquiera=libertad; derecha=dictadura. Por más esfuerzos que la derecha liberal española haya realizado para reivindicar su adscripción a las corrientes democráticas históricas en el ámbito internacional y europeo, siempre permanece esta “sospecha”, indeleble para cierta y pueril “memoria colectiva”, bien alentada por la izquierda, conocedora del fenómeno y sabedora del provecho que le genera. De otra parte, y ciñéndonos al terreno de “lo social”, los innegables avances del “franquismo” que condujeron a la democratización de la riqueza y consolidación de unas clases medias económicamente fortalecidas, trazan un “nivel” de bienestar y universalización de servicios públicos que, en el tiempo presente, la izquierda defiende con tenacidad como cosa suya, ante la progresiva degradación de estas prestaciones sociales tan comunes y normales en la época “franquista”. La enseñanza universal y gratuita (incluidos los estudios universitarios), la política de becas-salario en este nivel educativo, la sanidad pública, el seguro de desempleo, las condiciones laborales dignas (tanto en retribución como en “calidad de contrato”), el sistema de pensiones, la popularización de la vivienda de protección oficial, la propiedad estatal de sectores estratégicos de nuestra economía, el control de precios sobre artículos básicos… Son reivindicaciones actuales de la izquierda que en época del “franquismo” tenían plena vigencia. Va de suyo que el anhelo legítimo de libertad y la consideración de los avances sociales como “conquistas irrenunciables” de los trabajadores, convierten a nuestra sociedad en un entramado vocacionalmente de izquierdas. Sería materia de análisis aparte argumentar cómo la izquierda, en especial la socialdemocracia, consiguió desmontar la mayoría de los elementos estructurales económicos del “franquismo” (“intervencionistas”), y salir indemne en su presunción de representante genuina de los intereses populares. Sólo cabe, por ahora, adelantar una observación sobre este punto: la figura mesiánica, populista, arrolladora del líder Felipe González en los primeros años de gobierno de la izquierda, aseguró esta transición económica sin mayores quebrantos para la izquierda y su presunción de defensora de las clases trabajadores. Cuando González, en 1979, afirmaba que “hay que ser socialistas antes que marxistas”, en realidad formulaba una convicción de hondo recorrido en la socialdemocracia europea: “Hay que ser liberales antes que intervencionistas”. De ahí a la reconversión industrial de España y la desarticulación de las estructuras económicas del “franquismo”, a partir de 1982, el camino quedaba expedito.
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La izquierda “moderna”, en la actualidad, ha efectuado por la vía de los hechos una doble renuncia programática y estratégica que desnaturaliza y, en lo básico, desarticula su razón de ser en la historia. Sin embargo, ha mostrado habilidad para suplantar aquellos principios, ya abandonados, por otros pertenecientes a la superficie coyuntural de la historia, los cuales actúan con la misma eficacia propagandística ante las masas. Aquellos elementos sobre los que existe informal aunque evidente renuncia, son:
-La consideración de la lucha de clases como motor de progreso en el devenir histórico.
-La renuncia a sustituir, en lo esencial, los mecanismos de la “economía de mercado” por una economía planificada.
Parece innegable que esta doble renuncia se lleva a cabo ante el aparatoso fracaso de los modelos “socialistas” en los países de la orbita soviética y similares, tanto en Europa como en Asia y Sudamérica. Las atrocidades del stalinismo y la miseria moral y económica del llamado “socialismo realmente existente” no dejó otro margen a la izquierda europea (y española) en estos dos ámbitos decisivos de su ideario. Sin embargo, la suplantación de “valores” se produce paulatinamente y contandocon un aliado estratégico fundamental: la pequeña burguesía urbana, una clase social muy activa políticamente, muy inquieta socialmente, hiperinformada, lábil en cuanto a sus posicionamientos tácticos, incapacitada como sector social con remotas pretensiones de estabilidad, dispersa y a menudo contradictoria en cuanto a sus intereses, tanto inmediatos como a largo plazo, por cuanto la pequeña burguesía no es en sí una clase social sino una amalgama de sectores con frecuencia transitorios y con expectativas históricas de bajo nivel. La habilidad de la izquierda ha consistido en rebajar la “fuerza” de sus enunciados estratégicos para sustituirlos por un permanente tacticismo, adaptado a la flaqueza del ensueño pequeño burgués sobre “una sociedad feliz”.
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El discurso ideológico esencial de la izquierda, actualmente y desde hace aproximadamente una década, se centra en la revisión y reescritura de la historia. Este elemento, de muy feliz hallazgo para sus intereses, le garantiza una permanente diferenciación en el debate respecto a la derecha (en tanto que sobre los modelos de gestión de la sociedad presente no existe semejante disparidad). La Ley de Memoria Histórica fija el principal aunque no exclusivo cuerpo teórico de esta pretensión, la cual, asimismo, se apoya en la adhesión mayoritaria de la pequeña burguesía urbana a doctrinarismos buenistas y revisionistas. La izquierda no ignora que todas las sociedades civilizadas (en realidad cualquier civilización o sociedad establecida y sujeta al imperio de la ley), encuentran siempre su referente fundacional en un acto o período de abierta violencia. De tal manera, la guerra civil española y su permanente evocación/revisión aporta dos enunciados fundamentales para la izquierda: la ilegitimidad de la derecha, “heredera” del bando vencedor en la contienda (así como, si fuera preciso, la impugnación de la monarquía, instaurada por la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947); y la reivindicación de esa misma izquierda como única legataria legítima de los principios democráticos, cuya formulación legal fue por completo anulada tras la guerra civil. Hasta la irrupción de la “memoria histórica” y su exacerbada reivindicación revisionista de la historia, el hecho fundacional del sistema democrático español se deducía de la Transición (1975-1978), refrendado masivamente en las urnas y expresado en la Constitución vigente. Agotado el modelo ideológico (o en vías de agotarse), la izquierda da más alcance a su propia aspiración histórica y se re-establece como única fuerza democrática desde abril de 1931. La falacia histórica de una República escrupulosa con los derechos de los ciudadanos y en vela permanente por la convivencia democrática, y de una izquierda leal y ejemplarmente defensora de la legalidad republicana, sustituye como discurso oficial a la languidecida “teoría de la reconciliación”; lo que demuestra, por otra parte, el carácter coyuntural, táctico, especulador, de aquel planteamiento que tan excelentes resultados dio, en su día, al comunismo y la izquierda en general. Restablecer el ensueño de una República edénica, entregada al bienestar de candorosas masas de trabajadores, a su vez pacíficamente organizados en altruistas partidos y sindicatos “de clase”, significa la distorsión hasta el disparate de la verdad histórica; y lo más grave: afirmar como modélica una situación histórica manipulada por fuerzas irresponsables y agresivas, utilizada a beneficio propio por políticos oportunistas, jaleada por masas embrutecidas, que desembocó, irremediablemente, en crudelísima guerra civil. Para el nuevo discurso de la izquierda, la lamentable, terrible guerra civil española, no fue la tragedia que cierra sin cauterizar (habría que esperar a la “normalización de 1978) la gran crisis española del siglo XX. Para la izquierda, hoy, la guerra civil fue “un accidente” del que culpan a unos militares golpistas y que interrumpió por unas décadas su proyecto de sociedad, actualmente de nuevo en marcha y publicitado como irreprochable. Revisar y reescribir la historia hasta ese extremo, haciendo tabla rasa del pasado y eliminando la validez de los soportes de convivencia desde 1975 a nuestros días, tiene una inmediata consecuencia: forzar el posicionamiento de la sociedad española hasta el mismo lugar de confrontación (de momento sólo ideológica), del período 1931-1936.
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La renuncia estratégica a considerar la lucha de clases como elemento de superación de las contradicciones históricas y de progreso de la humanidad (proletariado/burguesía como agentes centrales, no únicos), ha obligado a la izquierda a sustituir el articulado social de “las clases” por el coyuntural de los “sectores sociales”, grupos de afinidad, “colectivos”, etc. De tal forma, la reivindicación global se dispersa en cientos de reivindicaciones sectoriales, pierde la fuerza de su núcleo enunciador y se transforma en pura ideología (en la medida en que cada colectivo tiene su propia visión del mundo, su “falsa conciencia” sobre la realidad). De nuevo paradójicamente, esta reversión en los principios ha actuado a beneficio de la presencia y vigencia del discurso de la izquierda, toda vez que los segmentos en estado de reivindicación permanente se comportan siempre como lo que son: intachables exponentes de la inquietud pequeño burguesa; se manifiestan, por tanto, afanosos y pertinaces, incansables, reiterativos, insaciables en su pretensión de supremacía. La poderosa conceptualización del proletariado como sujeto y vanguardia de la revolución queda así suplantada por “la histeria de los pequeño-burgueses horrorizados por las atrocidades del capitalismo”. El estado perpetuo de agitación y el ruido inacabable de la queja quedan de esta forma garantizados, y la izquierda, en correspondencia, se ve obligada a sobrevivir y perpetuarse en un estado continuo de convulsión, en constante polémica y diatriba contra unos enemigos ideológicos que, en multitud de ocasiones y a falta de oponente real, se ve en la necesidad de inventar. El activismo de izquierdas, en consecuencia, ha desarrollado en los últimos años “instinto de perro cazador”; en ausencia de debate real sobre elementos realmente importantes, busca obsesivamente puntos de fricción para rebatirlos e incendiar aún más el ya de por sí recalentado ideario de “sus colectivos”. Como “territorio de venteo”, la iglesia católica ocupa el primer lugar, llegando la denigración a lo paroxístico. Observando el fenómeno con un poco de perspectiva histórica, caemos en la cuenta de lo mal pagada y mal agradecida que queda la iglesia por parte de aquella izquierda a la que apoyaba formal o abiertamente hace unas décadas. Roma traditoribus non praemiat.
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La nación y la identidad nacional son conceptos históricamente abominados por la izquierda. La nación, invento burgués, y la soberanía nacional, expresión de derecho público de esa realidad, se oponían en el ideario primitivo de la izquierda tradicional al principio de “internacionalismo proletario”, y en consecuencia se refutaban como reaccionarios, “alienantes”, antipopulares, etc. Como rémora ideológica en la inercia autoliquidadora de esa misma izquierda, la nación, la soberanía nacional y los derechos concretos de los ciudadanos que la ejercen se consideran, hoy, enemigos de la solidaridad, la bondad y los derechos de “los pueblos” y “las nacionalidades oprimidas”. Los fenómenos de la inmigración masiva, la suplantación de los valores propios por los de “civilizaciones distintas”, implantados por la fuerza del hecho migracional, así como el secesionismo regional en países de economía desarrollada, son en general considerados factores positivos por la izquierda, la cual, una vez liquidada a sí misma en lo principal de su base teórica, busca su puesta en valor como redentora única de la humanidad en la disolución de cualquier identidad que no sea la suya propia; es decir: en la nada. La izquierda apoya sin reservas la inmigración indiscriminada y el separatismo quejoso de las burguesías periféricas en base a argumentos pueriles y de una ruinosa irresponsabilidad, tales como la necesidad de “un mundo sin fronteras” en el que “nadie es ilegal”, etc. Argumentos pueriles e irresponsables dirigidos a una masa de potenciales votantes identificados con la puerilidad e irresponsabilidad propias de su condición social: la ya mencionada pequeña burguesía urbana y sectores sociales adyacentes. En definitiva, la izquierda no tiene un proyecto concreto de sociedad (mucho menos de nación); impetra su derecho al poder para gestionar buenamente, como mejor convenga y según sus luces, la realidad conforme “vaya surgiendo”. La izquierda necesita el poder porque fuera de él no tiene sentido, carece de discurso estratégico y de pertrecho ideológico para mantener la expectativa leal a largo plazo de quienes confían en ella. De ahí que los nuevos movimientos radicales enfrentados a la izquierda tradicional se propugnen como agentes para el cambio inmediato, sin espera ni prolongada planificación de asedio al poder. Son movimientos abocados al “todo o nada”.
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De conclusión, parece razonable mantener que la realidad actual de la izquierda en España se caracteriza en el siguiente enunciado:
Una izquierda que ha dejado de ser de izquierdas se postula como recambio a la gestión del sistema (dejando intactas las bases del mismo sistema), bajo promesa de hacerlo funcionar de manera no lesiva e incluso favorable a los intereses materiales e ideológicos de la pequeña burguesía urbana y otros sectores sociales afines.
Para alcanzar su objetivo, recaba el “pacto histórico” con esta subclase social y con los colectivos “oprimidos” en perpetuo estado de queja. La hegemonía ideológica y política están garantizadas por cuanto estos sectores son hoy mayoritarios en las sociedades económicamente desarrolladas, y desde luego en España.
Cómo la recuperación de la confianza de los sectores instalados y activos en el núcleo productivo, la clase obrera fundamentalmente, es elemento y requisito imprescindible para quebrar esta hegemonía-dictadura de la pequeña burguesía, resulta materia merecedora de capítulo aparte.
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