Va pasando el tiempo dentro de la “desescalada” de la pseudopandemia del Covid-19 y llega el tiempo del “desconfinamiento” que nos llevará, dicen, a algo llamado la “nueva normalidad” (la abundancia de comillas resulta obligada ante la suma de neologismos y expresiones orwellianas). Una nueva normalidad llena de restricciones en cuanto al contacto social y donde parece que tendremos que andar con continuos miramientos, mediciones y remilgos para respetar la “distancia social” y evitar tocar lo que otro haya tocado (se acabaron las aceiteras en las terrazas de las cafeterías). Teniendo en cuenta cómo es España y lo que nos gustan las aglomeraciones y vivir en la calle, no se nos pinta un futuro nada halagüeño. En Suecia no van a tener tantos problemas: allí el contacto social es mucho más limitado y la “nueva normalidad” se va a parecer bastante a lo que ya tenían (a un sueco no le cuesta nada estar a dos metros de otro sueco; y si hace falta poner dos kilómetros de por medio, pues tampoco hay problema). Pero en España somos de otra manera. Ya se sabe que España siempre ha sido different.
¿Qué España nos espera, qué verano nos espera en 2020? Un panorama de limitaciones y normas por todos lados, sin encierros de San Fermín, sin fiestas patronales ni calles concurridas, sin terrazas a reventar, sin ese bullicio de la gente reunida que es ante el mundo la marca de nuestro país. Y si fuera “cuestión de unos meses”…, pues bueno, se aguanta y punto. Pero mucho nos tememos que el miedo y las restricciones de la “nueva normalidad” han venido para quedarse.
Y ¿qué nos estamos jugando? La supervivencia de muchísimos pequeños negocios de restauración, cientos de miles —si no millones— de puestos de trabajo. Sí, nos jugamos todo esto, claro. Pero también está en peligro algo más, y seguramente incluso más importante: nos estamos jugando nuestra alegría. Eso que llamamos “el estilo de vida mediterráneo” y “la alegría de vivir”.
Ahora bien: sería un error pensar que, hasta ahora, hasta la “maldita mala suerte” del Covid-19 (o hasta que los globalistas hayan puesto en marcha esta fase de su plan, según nuestra tesis), en España, en cuanto a alegría se refiere, todo andaba bien. Ibas a Málaga en agosto o en septiembre y la ciudad estaba a reventar. La alegría mediterránea de vivir parecía rezumar por todos los poros. Señal de que España, el país de la fiesta, de la celebración de la vida y de la luz, seguía manteniendo intacta su esencia, su más profunda identidad. O… ¿tal vez no?
Pues eso: que tal vez no. Que la crisis de la alegría no nos la ha traído el Covid-19 (es decir, el SARS Cov-2). Que esa crisis ya la padecíamos de antes. Aunque no se notara mucho a primera vista. Y es que ya se observaban por doquier síntomas preocupantes, que un observador atento no podía dejar de notar.
Pongamos algunos ejemplos. Julio de 2019, Pamplona. Insólita sentada de los corredores de los encierros de San Fermín. Protestan por la creciente falta de emoción de los encierros desde hace unos años para acá. Con las manadas encabezadas por cabestros atléticos y que van a velocidad de tren expreso. Con toros condicionados, entrenados para ir en grupo. Con líquido antideslizante por todo el recorrido que evita resbalones de los toros y caídas. Todo ello hace que el encierro sea más seguro para los mozos; pero también mucho más predecible y mucho menos emocionante. Numerosos corredores veteranos lo comentan entre sí: esto ya no es lo que era. Los encierros están perdiendo interés a ojos vistas. Por exceso de seguridad, por exceso de regulación. A este paso, terminarán convirtiéndose en un mero trámite. Los ganaderos se defienden: ellos lo que quieren son encierros “rápidos y limpios” para que los toros lleguen en perfectas condiciones a la plaza, para la corrida de la tarde. Los concejales abertzales del ayuntamiento seguro que celebran esta “nueva normalidad” de los Sanfermines: encierros descafeinados, para que vayan decayendo poco a poco y a medio plazo languidezca hasta desaparecer esta bárbara costumbre tan española, tan poco compatible con la Navarra euskaldunizada, animalista, ecologista y políticamente correcta que ellos han proyectado. Aprobación también de los agentes de Soros en España, siempre tan favorables a todo lo que mine la esencia de nuestra nación. ¡Ay, si Hemingway y Orson Welles levantaran la cabeza!
Perderse la emoción de los Sanfermines, perderse el alma del encierro, perderse al final la alegría de vivir. Y son múltiples los síntomas de que estamos no ante hechos aislados, sino ante un fenómeno de tipo general. Crisis de espontaneidad, de alegría, de valentía, de riesgo. Una crisis del espíritu, en último término. Que a veces —lo veremos enseguida— linda con los territorios de la más pura estulticia.
Lo leí hace algún tiempo y no lo tengo totalmente confirmado, pero se lo cuento como lo leí (tal vez algún lector pueda confirmarlo); y se non è vero, è ben trovato. Viene Michel Houellebecq, el polémico y célebre escritor francés, a España. Le van a hacer una entrevista en Televisión Española. Como se sabe de sobra, Houellebecq es un fumador empedernido y fuma durante las entrevistas. Sí, pero en España existen unas normas sobre la no exhibición de personas fumando en televisión. Se inicia un tira y afloja. Houellebecq no cede: es una cuestión de principios. Los encargados del programa, conscientes de que España está a la vanguardia mundial en cuanto a corrección política, dicen que no, que fumando no puede haber entrevista de ningún modo. Y al final, efectivamente, no la hay. Houellebecq, por lo menos, se va con un aprendizaje instructivo sobre nuestro país: España se ha convertido en un país gilipollas —perdón por el exabrupto— donde un escritor ya no puede fumar mientras lo entrevistan. Un país así se merece todo lo que le pase. Y a no mucho tardar algo muy gordo seguro que le pasará.
No, no, por tanto, de ninguna manera: el Covid-19 no ha venido a quitarnos una alegría y una naturalidad que hasta ahora hubiésemos tenido al cien por cien en su más prístina integridad. La alegría, la naturalidad, la gallarda disposición al riesgo habían empezado a írsenos ya bastante antes, por mucho que fuésemos a Málaga en agosto, o en septiembre, y estuviese hasta los topes. Las terrazas abarrotadas no son el único criterio para medir la salud espiritual de un país. De hecho, no son ni siquiera un buen criterio: resultan perfectamente compatibles con una nación que se ha vuelto espiritualmente vulgar.
Con una nación vulgar, sí. Como vamos a ver en el tercer y último ejemplo que me propongo ofrecer al atento lector. Atañe al Festival de Eurovisión, que suscita tanto fans entusiastas como detractores enconados. El caso es que España participa; pero hace ya bastantes años que quedamos de los últimos. Y con razón. No le echemos la culpa a que los nórdicos se votan siempre entre sí. Es que mandamos canciones vulgares, vulgares a más no poder. Con una aversión total al riesgo. Si al menos te arriesgas, te puede salir bien o mal. Como le pasó a Portugal con Salvador Sobral y Amar pelos dois. Arriesgó y le salió bien: Portugal es un país donde todavía hay estilo y clase. Pero en España no: España alcanzó su punto más bajo, la nada más absoluta, con los zero points y el merecidísimo último puesto de Manel Navarro y su incalificable Do it for your lover; y en otras ocasiones manda cancioncillas que ni fu ni fa, actuaciones que ni fu ni fa, carne de los últimos cinco puestos: nada que se parezca ni por asomo, por ejemplo, al Heroes del sueco Mans Zemmerlöw, ganador hace unos años. ¿Un hecho sin relevancia significativa, el que naufraguemos un año sí y otro también, el que incluso hagamos el ridículo año tras año en Eurovisión? No, de ningún modo: constituye el síntoma de que algo anda muy necrosado en el tejido de nuestro país. Un país donde la alegría, la belleza y el riesgo —padre éste de las dos primeras— atraviesan una crisis sin precedentes.
Por eso, porque la crisis es tan pavorosa, me alegré tanto de que el Liverpool-Atlético de Madrid del 10 de marzo en Liga de Campeones finalmente se jugase. Europa andaba ya medio confinada, daban sus últimos coletazos los espectáculos deportivos antes de la cuarentena. Se dudó de que el partido se pudiese jugar; pero finalmente sí se pudo. En gran parte porque los ingleses siempre van por libre, y también por la alegre inconciencia del premier Boris Johnson, que por aquellas fechas defendía la teoría de la inmunidad de grupo. ¡Por el almirante Nelson, por los puros de Churchill, que jueguen! Y el riesgo tuvo su premio: un riesgo hermoso siempre lo alcanza en la vida. Un año después de la gesta del Liverpool en Anfield remontando el 3-0 de la ida al Barça, los Reds y los colchoneros ofrecieron un partido vibrante, con una prórroga maravillosa en la que el Atlético remontó, y hasta ganó, cuando todo parecía perdido. Éxtasis absoluto: no sólo para los hinchas madrileños desplazados a Inglaterra porque eran unos inconscientes, sino para todo el que sepa apreciar la justicia poética y la belleza inenarrable que sólo alcanzamos a contemplar cuando superamos el miedo y el cálculo, cuando el hombre por fin es —al menos por un momento— digno de sí mismo y consciente de su misión. Una misión que no consiste en refugiarse en una seguridad pusilánime, sino en atreverse a realizar acciones osadas y bellas, pues sólo ahí podemos unirnos con la esencia del mundo. Que alguien me explique, por favor, cómo se puede vivir dignamente de cualquier otro modo.
Que me explique alguien, por favor, cómo se podrá vivir en la “nueva normalidad”, si ésta consiste en vivir con miedo, con una cinta métrica siempre en la mano y habiendo perdido algo muy íntimo en nuestra alegría de vivir. España no se merece esto. Pero todavía estamos a tiempo de rebelarnos contra las sombras ominosas que ya se extienden. Unas sombras que pretenden cubrirnos a todos como una espesa red, para que al cabo de unos años ya sólo seamos esclavos serviles del New World Order, del Nuevo Mundo que está anunciado. Para que un día ya hasta hayamos olvidado qué era eso de la alegría de vivir.
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