Los separatistas catalanes tienen alguna que otra virtud (difíciles de encontrar, cierto, pero las tienen). La principal de ellas: poner en valor el concepto de España.
Hasta hace nada, la misma palabra “España” era tabú, pecado, sacrilegio en los ámbitos nacionalistas, no digamos separatistas. Hablaban de “el Estado”, de la política “a nivel de Estado”, del funcionamiento de la economía “en el Estado”, etc, etc. Creo que los aficionados nacionalistas al ciclismo veían por las tardes en TVE, a la hora de la siesta, la “Vuelta Ciclista al Estado”. España era una entelequia, un rejuntado de comunidades autónomas que en vez de sumar, restaba sobre sí misma: cuantas más competencias, “valores propios”, “cultura propia”, “lengua propia” acumulaban aquellas partes, el todo disminuía en capacidad y consistencia histórica. Incluso negaban a España su realidad ontológica. Recuerdo la bronca que le echó un consejero de cultura catalán a un editor, en 1998, por señalar a Josep Pla como uno de los autores fundamentales de la literatura española. “La cultura española no existe porque las competencias están transferidas a las comunidades autónomas, a excepción de la gestión puramente administrativa del Estado”. Y se quedó tan ancho.
La necesidad de afirmar no ya la singularidad sino la unicidad avasallada, ha exigido un cambio sustancial en el discurso separatista. Una nación (“sin Estado”), no puede independizarse de un conjunto de pequeños cantones autonómicos sin más ligamento entre ellos que la figura del rey, tal como se representaba desde el ideario nacionalista el equilibrio regional en España. Certificar la individualidad requiere establecer nítidamente la presencia y potestad del Otro. Sin el Otro, no hay Yo. Sin España, ni hay Cataluña.
Es una lástima que nuestros políticos, ideólogos de nómina, tertulianos profesionales y demás cirigallos no hayan caído en una cuestión tan fundamental: el separatismo catalán, para construir su discurso redentor, ha tenido que reconstruir primero la idea de España en su conceptualización más orgánica y estructurada: una nación perfectamente identificable que “oprime” a otra “nación”. Desde este punto de vista se dispersa en palabrería, como siempre, la contradicción inherente al postulado separatista: como Cataluña necesita de España para existir, Cataluña es por tanto, por la propia definición que ellos mismos manipulan, una emanación indeseada de la parte principal, generadora… No otra que España.
Mas no desesperemos, que no todo está perdido. Suceda lo que suceda el próximo domingo en las elecciones al parlamento catalán, como la independencia no va a producirse de ninguna de las maneras (al tiempo), nos encontraremos con el debate situado en términos un poco más favorables. El contrario, el que se postula como irreductible Otro, nos confiere al menos el derecho de existir y ser quienes decimos que somos, cosa que no había sucedido desde la aprobación del texto constitucional en 1978. De ahí en adelante, las posibilidades de referirse por fin a “España” sin que suene a término vacío (o facha, a fin de cuentas los que más mencionan a España son los separatistas), resultan innumerables y pueden traer una visión nueva a la controversia; nueva no por lo flamante en lo temporal, desde luego, sino porque ahora “España” es un término lleno de contenido y sentido. Y lo han logrado ellos, los que quieren irse y correr hacia un futuro que aguarda incierto y donde lo primero que van a encontrar es a ellos mismos, una gente que viene de España y que sin España tienen muy difícil la primera obligación de todos cuantos existen: ser.
(De todas formas, ya verán como los megaprogres de siempre, los tertulianos de las TVs, los políticos en general y Soraya Sáenz de Santamaría en particular, resuelven el problema, en lo que les afecte, llamando a España por su segundo nombre, mucho más guay: el nunca bien ponderado Estepaís).