Afirmar que el islam debe considerarse un patrimonio europeo es producto del terror (además de resultado de la ignorancia, por supuesto). Posiblemente, al Dalai Lama le importará poco si el budismo es considerado europeo o no. Precedentes helenos, haylos, pero de tal exotismo y tan lejanos, y tan adscritos paulatinamente a las relaciones con los pueblos asiáticos, que un deseo así le hubiera producido vergüenza ajena. Pero con el islam no ocurre eso. Y Europa, mostrando su miedo, se ofrece al enemigo bajo los oropeles de la sonrisa. Porque en una contienda puede producirse la victoria, la derrota gloriosa en la inmolación o el pacto desesperado en provecho de la vida. Pero Europa no se encuentra en ninguna de estas situaciones. Entonces, ¿por qué ese anhelo de entregarse para ser despedazada, finiquitada, extinguida, liquidada? Cuando se crea una brecha, su engrandecimiento es cuestión de espera. Aquí, está abierta: no definir los límites y la esencia de Europa, con la doble referencia fundacional a la Antigüedad clásica y el cristianismo, en nuestra primera Constitución, no fue un error, sino una táctica de los eurócratas: el pragmatismo huero que, a la postre, da cabida a cuanto viene a borrarnos del diccionario de los contenidos para convertirnos en una carcasa vacía cuyos fines e historia puedan ser llenados a gusto del extorsionador.
¿Cuán sonora sería la carcajada si algún estadista escribiera en un periódico estadounidense, todo serio él e imbuido de un halo profético: “El cristianismo debería considerarse una religión indígena americana”? ¿Y si alguien, desde una tribuna política, asegurara engolando la voz: “El alemán es una lengua tan africana como el zulú o el suahili”? Serían, a todas luces, muestras que caerían en la ridiculez de quien las pudiere pensar y no sabríamos a qué atenernos sobre su posible objetivo. Cabrían dos posibilidades: son pronunciadas por el mismo grupo al que afectan, que ha hecho su examen y ha constatado una realidad propia, o son una especie de escudo protector porque, en el fondo, se sabe que jamás una aseveración así podrá ser cierta. Voy a ser más simple: o se ha producido la extinción de una cultura (todos los indígenas americanos son cristianos) o se tiene miedo de no formar parte de un grupo mayor al ser consciente de pertenecer a una minoría y alógena (la lengua alemana en Namibia). Sin embargo, nos encontramos con que políticos europeos van diciendo por ahí que el islam debería considerarse una religión europea, y nadie se ríe ni llora. El ridículo de José Manuel Barroso o Wolfgang Schüssel, lo lamentable de las declaraciones de Enrique Barón con su novela y la estúpida presentación de José Luis Moratinos, no caen ni en la constatación del fin ni en la autodefensa.
La inconsciencia de los políticos de izquierda y sus secuaces ha llegado hasta la esquizofrenia de ir pregonando a sus ciudadanos que su cultura es intercambiable, y todas valen tanto o más que ella. Haría falta saber si esta sociedad va a seguir existiendo o si el virus del miedo y del desprecio está definitivamente inoculado. Resta la esperanza de que cuando a un colectivo lo sitúan ante la disyuntiva de “tú o los otros”, la elección está clara.
Pero no es bueno que se extienda la sensación de que Europa es la no-nación de la no-cultura de las no-lenguas del no-pueblo. En cierto modo, es estar realizando ahora el salto mortal último: ofrendarnos libremente a quien quiera destrozarnos, suplicar la sustitución cultural y nuestro exterminio por agotamiento. A fin de cuentas, no nos hallaríamos muy lejos de la estrategia del escorpión, que se suicida cuando se ve rodeado por el fuego. Y Francia ya ardió, no lo olvidemos, y además desde dentro.