Plaza Mayor de Graus, Huesca

Nostalgia de las plazas

Una misión para lo que nos queda de siglo XXI: recuperar la sabiduría de las plazas, quién sabe si incluso como inopinado punto de arranque de una nueva civilización.

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Al parecer, Churchill dijo en cierta ocasión que nosotros hacemos los edificios, y luego los edificios nos hacen a nosotros. Algo semejante podría decirse de las ciudades que habitamos: primero las construimos nosotros, pero luego ellas, con su configuración concreta y sin que nos demos cuenta, nos construyen también a nosotros. Todo urbanismo tiene una política detrás y, en último término, también una filosofía y una visión del mundo.

Basta con darse una vuelta por cualquier pueblo de Castilla-León, o por cualquier ciudad de provincias —preferentemente en el norte— para encontrarse con las típicas plazas de los cascos antiguos. Pienso ahora en las de Pontevedra, Zamora o Ciudad Real; pero hay infinidad de ellas, y de todos los tipos imaginables. No me refiero tanto a las plazas inmensas con grandes y despejadas explanadas, como la de María Pita en La Coruña o la Plaza Mayor de Salamanca, como a las más exiguas y recoletas de tantos pueblos y ciudades de nuestro país —me vienen ahora a la memoria las de Luarca, que visité hace un par de años—. Naturalmente, todas con sus correspondientes galerías porticadas, que protegen tanto del sol como de la lluvia y hoy acogen las terrazas de innumerables cafeterías y restaurantes. También, en muchos casos, con una fuente central, de personalidad más recia cuanto más antigua, y poblada de grifos mitológicos, de leones, águilas y misteriosos hombres barbudos y como antediluvianos, vestigios de un universo simbólico que hoy nos resulta casi totalmente incomprensible.

Viene todo esto a colación porque, en las ciudades modernas, la sabiduría y el encanto de nuestras viejas y queridas plazas ha desaparecido casi por completo. Nosotros construimos desangeladas explanadas de cemento, grandes avenidas y otros elementos urbanísticos tan supuestamente racionales como carentes de alma. Y si queremos escapar al menos por un momento de ese “desencantamiento del mundo” que diagnosticó Max Weber, tenemos que irnos al casco viejo, buscar una plaza centenaria en el dédalo de las callejuelas y refugiarnos bajo los soportales como quien se acoge a sagrado. Si además disponemos de un buen libro para leer ajenos a las seducciones del móvil, ya ejecutamos una completa impugnación de los dogmas centrales de nuestro tiempo.

Nuestros antepasados construyeron sabiamente las plazas, y las plazas luego —Churchill dixit— los construyeron a ellos. Porque una plaza es para el espíritu un escondite, un refugio, un jardín de piedra e incluso, con su fuente central —dixit Eliade— un axis mundi. El silencio de las plazas invita al recogimiento y la ensoñación; su bullicio vocinglero, también frecuente, a un sentimiento abigarrado y multicolor del mundo. Se me ocurre incluso que las plazas, como lugar de confluencia de calles y callejuelas, son también como esos rincones felices de nuestro pensamiento donde las ideas y percepciones que circulan por el laberinto neuronal se entrecruzan y reúnen en una danza improvisada, dando lugar a felices hallazgos de la inteligencia, la memoria o la imaginación.

Sin embargo, el hombre de nuestro tiempo suele visitar las plazas más como distraído turista que como alguien consciente de dónde está. Hemos heredado unas plazas que habitamos y utilizamos superficialmente. Nosotros ya no sabemos construirlas, del mismo modo que, en general, hemos olvidado esa sabiduría de lo irregular y laberíntico que fue el sello de identidad de las ciudades tradicionales; y también de toda una forma de entender el mundo, completamente ajena al tiralíneas y a la fría geometría de una razón cada vez menos humana.

Una misión para lo que nos queda de siglo XXI: recuperar la sabiduría de las plazas, quién sabe si incluso como inopinado punto de arranque de una nueva civilización.

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