Hace unos días, en una entrevista, me preguntaban por qué en unos tiempos como estos, desarraigados, despectivos hacia la tradición y bastante ignorantes de la historia, se escriben y leen tantas novelas históricas. La primera respuesta que se le ocurre a un escritor es que el pasado resulta mucho más sugerente y atractivo que una actualidad de encefalograma plano y tenazmente zafia en cuanto a sus gustos y modas. Aunque puede afinarse un poco más el diagnóstico para comprender esta recurrencia a la literatura de subgénero en la narrativa contemporánea, un fenómeno que en sí no entraña mayores ventajas y que, para desaliento de muchos, bellamente camufla el fracaso de la novela como género literario.
Desde que Cervantes estableció la ruptura sin vuelta atrás con el folletín caballeresco, la novela se ha considerado el género literario burgués por antonomasia. Desde finales del XVII y durante los siglos XVIII y XIX, son los valores propios de la burguesía como clase emergente los que impregnan de significado títulos capitales, fundacionales del género, como “Las amistades peligrosas” de Chordelos de Laclos, “El conde de Montecristo” de Dumas, o “Robinson Crusoe” de Defoe. Durante muchas décadas, la novela burguesa (“realista”), gira en torno a dos temas obsesivos: el ascenso social y la pugna del héroe literario en conflicto con los antiguos privilegios aristocráticos y la injusticia del sistema de valores propios de la nueva clase hegemónica. Autores como Víctor Hugo, Dickens y Stendhal en el panorama europeo, o Pérez Galdós y Blasco Ibáñez en España, son paradigma de lo anterior. La burguesía como clase dominante instaura una ideología dominante; y en torno a ese referente ético y sus contradicciones se posiciona la novela contemporánea.
El problema surge cuando la ideología dominante sufre la sacudida de la revolución científico-técnica, la cual posibilita el acceso masivo a la información y las formas de expresión cultural y artística. Se cumple entonces, de manera inexorable, el principio de McLuhan según el cual la popularización de los medios implica la trivialización de sus contenidos. Por primera vez en la historia, la ideología dominante en las sociedades civilizadas no es exactamente la de sus clases poseedoras (sin más ideología que el poder y el beneficio aunque capaz de integrar cualquier propuesta “subversiva”), sino la de ese segmento intermedio, muy amplio y algo difuso, “ascensor de sube y baja” que es la pequeña burguesía. Esta realidad abarca, como es lógico, no sólo los ámbitos de la representación estética sino los más decisivos de la interpretación moral, la política, las leyes, las costumbres e incluso las creencias religiosas. Vivimos una cotidianidad cuyo subrayado y referencia obligatoria es la visión pequeño burguesa del mundo: de lo conveniente y lo inapropiado, el bien y el mal, lo saludable y lo pernicioso. El problema, hablando estrictamente desde el territorio literario, es que la épica pequeño burguesa no da mucho de sí. Las dificultades, afanes, ensueños y conflictos existenciales del tendero, el profesor de universidad, el empleado de banca y el opositor a notariado (con todos mis respetos), sirven de muy poco tanto a los autores de novela como a los lectores.
Es en este punto de la cuestión cuando, tal como afirmaba Vázquez Montalbán hace treinta años, se produce la “huída de la novela de sí misma y en busca de sí misma”. Una deserción que significa una notable renuncia y que habría supuesto la desaparición del género de no haber sido por la posibilidad de atrincheramiento en subgéneros redentores: la novela negra, de aventuras, histórica, de viajes, erótica, de intrigas esotéricas y conspiraciones tramadas desde oscuros imperios del mal, de terror, ciencia ficción… O bien la resistencia en fortalezas para minorías como son las vanguardias, la novela surrealista, kafkiana, el monólogo interior, la autobiografía novelada y la metaliteratura en suma. Lo escueto del panorama social-convivencial y lo estridente de la ideología en boga, apenas deja huecos para unos cuantos autores que, con mucha gallardía, mantienen su pulso contra el buenismo ramplón de tiempos infecundos. Novelistas como Coetzee, Philip Roth y algunos otros osados, son quienes, por así decirlo, “cubren la retirada”.
De tal manera, cuando alguien me dice estar interesado en esta pujanza (más publicitaria que real) de la novela histórica, siempre contesto lo mismo: “¿Usted cree que estos tiempos tan grises y groseros que vivimos, le interesan a alguien desde el punto de vista literario? La épica de la pequeña burguesía ha dado de sí todo lo posible, hasta extinguirse. Los novelistas se asoman al pasado para tomar aire y no morir de asfixia por aburrimiento en un presente de paisajes anestesiados por Instagran y opiniones bendecidas por el Me Gusta de Facebook”.
Con lo cual acabo de tirar varias piedras contra mi propio tejado, pero no creo haber escrito ninguna insensatez y, mucho menos, ninguna mentira.