Alicia Sánchez-Camacho afirma sin desmayar que “es mucho más lo que nos une que lo que nos separa”. El Príncipe Felipe brinda con las autoridades en el palacio Real por “todo lo que nos une”. Rosa Díez insiste siete veces cada tarde en que el discurso nacionalista es insidioso porque subraya lo que nos separa y menosprecia lo que nos une, y así un etcétera muy largo. Los dirigentes, partidos y movimientos sociales que se oponen al delirio nacionalista recurren por sistema al método de la balanza (en un platillo lo que nos une, en el otro lo que teóricamente nos separa) para deducir que el resultado de la medición es favorable a la soberanía y unidad de la nación, dos principios que ya se contemplan en la Constitución Española. Lo malo es que en estos terrenos de la política minados por la sentimentalidad, las cuentas siempre cuadran al gusto de quien las hace. El debate contra la secesión, en consecuencia, se hace eterno.
Lo que nos une es mucho, de acuerdo. ¿Y lo que nos separa? ¿Alguien de verdad está en condiciones de definir y enumerar qué es lo que separa a unos españoles de otros? A ver si es posible que dejemos de confundirnos y, de paso, hacerle el juego a los desalmados que intentan construir sus patrias en contra de la ciudadanía que no comparte su proyecto de exclusión. Lo cierto, la realidad histórica y también la cotidiana, es que nada nos separa.
Hay sin duda elementos históricos, culturales e incluso legislativos que distinguen a unos ciudadanos de otros. Los diferencian. Pero ser distintos no significa estar separados, no implica escisión ni obligación de superar lo disímil en aras del bien superior de la unidad. Eso y sumar peras con manzanas viene a ser lo mismo. La diferencia es un elemento de integración tan necesario como la pertenencia y convivencia en lo común. En España hay lenguas diferentes, leyes civiles distintas, tradiciones históricas y culturales diversas. ¿Dónde está el problema? Mirémonos como lo que somos, sin complejos de superioridad ni quejumbres de atávicos agravios, y nos daremos cuenta de que justamente lo que nos separa es lo que nos une. A lo largo de muchos siglos hemos sido capaces de forjar una nación integrada por tradiciones y modos culturales distintos, y ésa es la única y suficiente generosidad que necesitamos para sentirnos ciudadanos de una nación moderna y democrática. Particularmente me resultaría insoportable, aburrido y de una grisura como de domingo sin paella y pasteles ser habitante de una nación homogénea, de una sola lengua, unas costumbres intachablemente idénticas, un ideario colectivo sin fisuras, obligatorio para todo buen hijo de vecino. Ese horror bostezante es justo a lo que aspiran los iluminados nacionalistas: construir una comunidad nacional sobre todo lo que les une, excluyendo y renegando de lo que diferencia a unos individuos y colectivos de otros. Eso no es una patria, es un batallón de cartagineses disfrazados de romanos por imperativo legal.
“Mi única patria es mi idioma”, dice por ahí algún escritor con satisfecha expresión de huevo recién puesto. ¡Y una leche! Para leer a Cunqueiro, Flaubert, Pla, Dickens, Dostoievski, Jünger y Dante, una de dos: hay que tener muchas patrias o muchos idiomas. El idioma ni es nuestro ni nos separa: pertenece al legado de la humanidad y sirve para reconocernos en la casa compartida del pensamiento y la creación. De la misma manera, los usos y símbolos de cualquier civilización no se concibieron para separar sino para unir (escribo conscientemente civilización, no me refiero a banderías de fanáticos). Lo volví a constatar, por vía de la experiencia directa, el último 12 de octubre, en Barcelona. Me tocó agitar durante unos minutos la parte catalana, la senyera, de la inmensa bandera que cubría el paseo de Gracia. A mi lado, una señora muy entrada en años se esforzaba en la misma tarea. Me miró sonriente (se la veía emocionada), y me dijo con marcado acento de la tierra: “Al final, han conseguido convertirla en bandera española”. Se refería a la misma senyera que todos alzábamos porque ahora es de todos.
Los que inventaron una bandera para separar, la ya célebre estrellada, tienen lo que querían: la cuatribarrada, símbolo secular que teóricamente distinguía proyectos históricos enfrentados, adelgaza y se destila hasta su esencia y se muestra como lo que era y nunca ha dejado de ser: lo que nos une. Vuelvo al principio de este artículo: ¿Dónde está el problema con la diferencia? ¿Dónde lo que nos separa?
Publicado en La Gaceta, 18/10/2013