“El poder nace de la boca del fusil”, decía Mao Zedong, y no mentía. Todos los regímenes políticos del planeta, democráticos o no, tienen como justificación fundacional un acto de violencia. Inglaterra es una monarquía parlamentaria porque Oliver Cromwell consiguió que le cortasen la cabeza a Carlos Estuardo. Los Estados Unidos de América nacieron en guerra contra el imperio británico y se consolidaron en la peor catarsis que conocen los pueblos: su guerra civil. De Francia para qué hablar; o de Alemania, Italia, Portugal, o países que nos resultan más remotos como Japón, China, Irán, Israel… En todas partes, bajo cualquier circunstancia histórica, el poder ha nacido de la boca del fusil.
En España, la historia es sabida aunque poco aprendida. La segunda república fue proclamada después de unas elecciones municipales que dieron el triunfo a las izquierdas en las ciudades más pobladas. Aquella instauración por las bravas no cerró (más bien todo lo contrario) los tremendos conflictos de la sociedad de la época. Y aún más por las bravas se estableció el sucesivo ordenamiento legal, al cabo de una guerra civil cada vez más inútil de calificar. Aquel acto de violencia dio origen a una forma de gobierno que se mantendría durante 38 años.
Si algo tuvo de excepción histórica la Transición del franquismo al período constitucional, fue que ese cambio profundo, la refundación del Estado sobre unas bases ideológicas, políticas y jurídicas radicalmente distintas a las anteriores, no tuvo su origen en un acto de violencia sino en la decisión soberana de los españoles por “perseverar en la historia”. Por una vez, al menos eso parecía, el poder no nació de la boca del fusil sino de la interpretación y gestión común del nexo elemental entre el presente de un pueblo y su futuro. La democracia española nació con el pulso entusiasta y dramático de una colectividad aferrada a dos convicciones necesarias: el pasado común y la “voluntad de ser” en adelante. Desde este punto de vista, la Transición no fue “una negociación a la mínima” en términos políticos, sino un acuerdo “a la máxima” en los ámbitos de lo metapolítico, los cuales son definidos por algunos historiadores (y yo lo suscribo), como terreno de acción fundamentalmente moral.
Sólo queda un acto de violencia en el pasado que sustente ante la historia, a secas, nuestro actual sistema de convivencia: la guerra civil. En eso nos parecemos a Rusia, surgida tras la URSS, a su vez nacida de la revolución de octubre y la guerra civil de 1917 a 1923. Los rusos tuvieron su propia transición, con más pólvora y sables que la española aunque sujeta igualmente al imperativo ético que trasciende el punto de no retorno político, donde se empieza a hablar de principios naturales compartidos antes que de idearios particulares. En aquella empresa se aplicaron todos los partidos y movimientos sociales, sin apenas excepciones y con autoexclusiones muy poco relevantes. Servidor, que voto NO en el referéndum constitucional porque los trotskistas no estábamos por aceptar la economía de mercado, tenía la impresión, sin embargo, de estar participando en una amplia movilización ciudadana donde el debate político se aplazaba ante lo inevitable: convivir todos los días. Puede que estuviese equivocado (que todos nos equivocásemos), pero es difícil aceptar que entre el pacto histórico por la convivencia y la razón que nace de la boca del fusil haya más alternativa que la primera. Parece más sensato ir donde queremos que correr por encima de la tragedia hasta donde podamos. Cualquiera que viviese aquellos tiempos puede recordarlo y ninguno se atreverá a negarlo: sabíamos adónde íbamos. Todos lo sabíamos.
Por lo dicho, resulta que ahora me ponen un poco de los nervios quienes desautorizan la Transición porque fue “un amaño entre partidos”, insisten en la necesidad de “una segunda transición” que nos conduzca no se sabe dónde ni por qué medios y agitan algo obsesivos las vergüenzas del sistema (que las hay, a caravanas), pero sin concretar más programa que “yo tengo razón, vosotros no”. Ninguno advierte ni señala que una “segunda transición” sólo puede fundamentarse en los mismos elementos subjetivos, de conciencia histórica, que propiciaron la original: prevalencia del interés común por encima de la razón partidaria y restablecimiento de lo público como tarea y competencia de todos. Lo demás, es volver a la pelea, una lucha que nadie imagina ni desea de cariz violento pero muchos exacerban al límite en el terreno de las ideas. Error muy grave, así lo creo. Quien aspire a una victoria definitiva de “los suyos” y una deslegitimación perpetua de “los otros”, se queda sin utopía que alcanzar y con un único referente de fuerza en el pasado: 1936/39. Y eso, ya se dijo antes, menos a algún perturbado y algunos indeseables que todos conocemos, no convence a nadie. Porque no están los tiempos para tonterías.