Un ambiente de crisis
Hace unos días, sufrí un pequeño shock al visitar, tras bastante tiempo sin hacerlo, la librería González Palencia de Murcia, que es la gran librería generalista y universitaria de la ciudad. Al entrar, me encontré con varios muebles dedicados a exponer no libros, sino artículos de escritorio y papelería y merchandising literario de diverso tipo. Intrigado, le pregunté a Diego Marín, dueño y alma de González Palencia, qué significado tenía todo aquello, y él, como justificándose, me respondió que la tendencia era general: había que rejuvenecer la librería, se imponía atraer a un público más joven, y esos expositores de la entrada pretendían cumplir precisamente tal función. A la vez, me aseguró que no había disminuido el número de libros presentes en el establecimiento, que sólo se habían trasladado de lugar. Mi impresión fue justo la contraria.
También en fechas recientes, me pasé por el FNAC de Murcia, situado en un gran centro comercial de las afueras. Mi idea acerca del contenido del FNAC contenía hasta ese momento cuatro elementos: tecnología, películas, música y libros. Sin embargo, allí me encontré con una variedad mucho mayor, y más bien sorprendente: muñecos de Playmobil, paquetes de café, máquinas Nespresso, cafeteras chic, tostadoras y otros útiles de cocina, merchandising de Star Wars y Spiderman, muñecos de Hulk y otros superhéroes, camisetas grabadas, guitarras y órganos etc. También, claro, lo de siempre: portátiles, smartphones, tablets, televisiones de plasma, DVDs, CDs y libros. La tendencia parece clara: una diversificación algo caótica y muy en línea con el gusto posmoderno por la estética carnavalesca del bazar, que se complace en mezclarlo todo.
Tras la visita de estas dos librerías —aunque el FNAC no es exactamente tal cosa— me acordé de un artículo que escribió hace un par de años Pérez-Reverte sobre las casetas de libros de la famosa Cuesta de Moyano. Los libreros de la Cuesta andaban alicaídos ante el evidente descenso del tráfico de clientes y esperaban que el Ayuntamiento autorizase establecer junto a las casetas unas cuantas cafeterías con terrazas, a ver si así el público se animaba más a darse una vuelta por la zona. Por lo visto, los libros ya no conseguían ser un reclamo suficiente por sí mismos y necesitaban el estímulo adicional de una cerveza y una sabrosa tapa degustada mientras se toma el sol.
Ahora se está celebrando en Madrid la Feria del Libro y, en medio de una crisis tremebunda de ventas, libreros y editores cruzan los dedos en espera de que, milagrosamente y de alguna manera aún hoy ignota, el negocio del libro consiga remontar. Sin embargo, las perspectivas no son buenas: Rodríguez Rivero nos va dando cuenta cada sábado, en su sección de Babelia, de las muchas razones que existen para el pesimismo. El espíritu de los tiempos no parece seguir el rumbo de la lectura de libros al estilo tradicional, sino, más bien, de todo lo contrario. Vargas Llosa y otros muchos han dado la voz de alarma: nos encaminamos a la muerte de la cultura del libro tal y como la hemos conocido hasta ahora. Y, sin embargo, ¿realmente no hay motivo alguno para la esperanza? ¿No queda sino resignarse estoicamente a este canto del cisne? ¿Están las librerías condenadas sin remedio a languidecer y, en fin, tras resistirse mucho, a echar la persiana y cerrar?
En mi opinión, no necesariamente. Ahora bien: lo que sí me parece claro es que, si las librerías quieren tener algún futuro, el concepto de ellas con el que estamos familiarizados ha de modificarse en un sentido sustancial. Como me decía Diego Marín, las librerías “deben rejuvenecerse”, tienen que captar nuevos lectores. Más discutible es que ese lifting haya de consistir en la infantilización un poco ridícula que percibí el otro día al entrar en González Palencia. Las librerías han de cambiar, sí, pero creo que de un modo completamente distinto. Por supuesto, que haya o no haya lectores de libros no depende sólo de las librerías, sino, ante todo, de la atmósfera cultural que una determinada sociedad sea capaz de generar en su seno: por tanto, la problemática es en realidad muy amplia y compleja, y en ella la librería constituye tan sólo uno de los factores a considerar. Sin embargo, me parece que incluso ellas solas podrían iniciar un movimiento de resistencia mucho más potente de lo que en principio tenderíamos a pensar.
Ni las librerías ni el mundo del libro se van a salvar gracias al próximo y milagroso pelotazo literario tipo Código da Vinci, Milennium, Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. En mi opinión, lo realmente revolucionario sería que las librerías se presentasen ante el público como un universo estructurado, incluso como un itinerario. Hasta ahora, incluso en un país poco lector como España, los libreros estaban acostumbrados a contar con una masa suficiente de lectores que componía una clientela asegurada; sin embargo, ese espécimen del lector habitual de libros se halla hoy en vías de extinción. Lo producía un tipo de sociedad y de clima universitario que están desapareciendo a pasos agigantados: de hecho, y más allá del descenso de ventas en librería producido por la crisis económica y por otros factores, más de un conocedor del tema ha observado que lo realmente preocupante es el marcado descenso del tráfico de visitantes. A mi modo de ver, la única manera de afrontar esta situación consiste en modificar radicalmente el concepto de librería que hasta ahora hemos conocido.
De las librerías como itinerario y universo
Dicho en pocas palabras: las librerías tienen que convertirse en un pequeño universo, en un cosmos ordenado. Lo cual significa, para empezar, desembarazarse del 70 u 80 % de su actual stock de libros, que constituyen un verdadero peso muerto y aportan bien poco a la dinámica cultural y comercial del establecimiento. El futuro no puede estar en unas librerías llenas de miles de libros por los que casi nadie pregunta y que rodean a los pocos best sellers de turno, deseadísima tabla de salvación de todo el sector editorial. El futuro sólo puede estar en la desaparición de la librería tal como la hemos conocido hasta ahora y la aparición de un concepto nuevo de la misma, centrada en la idea de “lectura programada”.
Las librerías del futuro deberían ofrecer a sus lectores todo tipo de “menús” y programas de lectura, centrados en los libros auténticamente clásicos de cada campo. Podemos imaginar también listas de libros por niveles, o programas de “cincuenta y dos libros para un año”, a uno por semana. Lo esencial estaría —pienso— en superar la lectura amorfa propia de nuestra época, ella misma amorfa. En todos los órdenes de la realidad —y también, por tanto, en el de los libros— necesitamos series, visiones panorámicas, itinerarios. ¿Por qué no crear, además, cofradías “esotéricas” de lectores, que entiendan la lectura de libros como una experiencia iniciática? Fascinan a nuestros contemporáneos las cofradías sufíes en las que entró Guénon, pero no hemos sido capaces hasta ahora de crear las nuestras propias. Los libros podrían constituir en ellas un elemento de importancia capital. Cada libro puede ser la puerta que dé paso a un universo hasta entonces ignoto.
Hoy se habla mucho en marketing de “fidelización”. Las empresas se esfuerzan por fidelizar a los clientes, para que vuelvan a comprar una y otra vez. Las librerías deberían hacer lo mismo, y no sólo mediante esos cartoncitos —para mi gusto, algo ridículos— en los que te van apuntando lo que compras para ofrecerte un descuento cada equis euros gastados. Lo que hay que crear es “parroquianos de la librería”, que se pasan por ella a mirar y a comprar cada semana, cada quince días. Y ello sólo es posible si ese lector-parroquiano tiene la sensación de que la librería le ofrece un universo orgánico de lectura, una gradación, un itinerario que le ayuda a organizar su mente y su vida.
Podemos pensar también en “carnets de lector”, en ser “miembro de la Asociación de lectores de la librería X”. Igual que en proponerse retos: igual que quien se plantea escalar los catorce ochomiles, hacer lo mismo con ciertas categorías de libros, con ciertas selecciones, ordenables según los más variados criterios. Cincuenta y dos libros al año, a uno por semana: y, conforme voy leyendo, marcar una X en la casilla correspondiente de mi “hoja oficial de lectura”, proporcionada por la librería correspondiente. Cabría pensar también en exámenes oficiales que darían acceso a una especie de titulación honorífica de lector, válida incluso a efectos curriculares en la medida en que esta nueva visión de la lectura que estamos bosquejando se convirtiese en algo socialmente relevante y dotado de prestigio. Del mismo modo que hay exámenes libres en la Escuela Oficial de Idiomas, o niveles en los exámenes de inglés de Oxford y Cambridge (desde el elemental A1 hasta el avanzado C2), ¿por qué las universidades, la Real Academia de la Lengua o quien fuera no podría organizar pruebas oficiales sobre tal o cual nivel o selección de libros? Digamos que cien por nivel, con seis, ocho o los que se decidiese hasta alcanzar el escalón de la absoluta excelencia lectora. Preguntas de síntesis, que midiesen la madurez lectora y expresiva de quien voluntariamente quisiese someterse a tal prueba. ¿Acaso es una idea tan disparatada?
Repito que, contra el caos imperante -en las librerías y en todas partes-, necesitamos itinerarios, senderos, caminos de exploración para adentrarnos en la selva del mundo. Bien está que recorramos un laberinto; pero no nos perdamos en él. Carnets de lector, diplomas, cofradías esotéricas de lectura, certificados como los que se dan al cubrir las etapas del Camino de Santiago. Implantar la psicología del álbum de cromos que se colecciona: colecciono libros leídos de Agatha Christie, de Sartre, de Jung. La psicología del recorrido de ejercicios en un gimnasio, de la ghymkana, de los dieciocho hoyos en el campo de golf: ¡a la gente le encanta disponer de un camino bien marcado que hay que recorrer! La inexistencia de tal cosa aleja de las librerías, percibidas como lugares fastidiosos, a los que sólo se entra a por el nuevo bombazo tipo Código da Vinci o Cincuenta sombras de Grey.
La librería, bazar y cueva de Alí Babá
Leer libros debería considerarse como un rito de paso, como una ceremonia de iniciación. Las librerías deben convertirse en cuevas, en grutas, en lugares “secretos”, llenos de rincones y laberínticos. Apliquemos las reglas del feng shui, la multiplicación de separaciones que multiplican fértilmente la segmentación de zonas y volúmenes en la sabiduría japonesa sobre la organización de espacios. Y, luego, repito, nada de peso muerto: todo libros clásicos, con el criterio más amplio posible. Que clásicos son, desde este punto de vista, igual que La muerte en Occidente de Philippe Ariés o El amor y Occidente de Rougemont El informe Hite, El retorno de los brujos o Recuerdos del futuro de Von Däniken. Quiero entrar en una librería y saber que allí no hay libros de rellenos, ni peso muerto improductivo: quiero estanterías densas, bien elegidas, con títulos clave, con clásicos olvidados, con joyas de todas las épocas.
Más de uno desconfiará de esta nueva visión de la lectura y del lector que aquí estoy planteando. Se me acusará de un excesivo didactismo, de infantilizar al lector guiándole de la mano, de las librerías convertidas en escuelas o en bienintencionados y algo bobos clubs de lectura. Se me dirá que, por su propia naturaleza, el lector ha de ser un nómada individualista, un buscador, un romántico, un existencialista de la cultura. Se lee en solitario, no se lee por programas de lectura ni rellenando fichitas, ni haciendo exámenes en la Facultad de Letras correspondiente, ni sacándose carnets.
Reconozco lo legítimo de estas críticas, a las que me adelanto. No propongo crear lectores guiados, tal vez manipulados ideológicamente en secreto. Invoco en mi favor nada menos que al propio Nietzsche, quien, en su madurez y recordando las lecturas voraces y anárquicas de su adolescencia, lamentaba no haber tenido a alguien que entonces hubiese organizado sus lecturas. Invoco también a Borges, venerador de los clásicos y él también, desde luego, hace tiempo uno de ellos. Invoco al Hesse de El juego de los abalorios. No propongo como modelo las listas de libros que prepara el profesor de instituto para sus alumnos cuando se aproximan las vacaciones de verano. Lo que tengo en mente va mucho más allá.
A los posmodernos les gusta ir a Estambul a perderse en el Gran Bazar, igual que en la medina de Tánger o Marrakech. También las librerías deben convertirse en grandes bazares. Me gustan las librerías como la Central Librera de Ferrol, que visito cada verano: un poco anárquicas y que mezclan en sus estanterías épocas y campos muy distintos. Lo que me imagino como posible para el futuro: librerías que sean como cuevas de Alí Babá, con prensa, revistas, libros de saldo, comics de Mortadelo y de Tintín, novelas de Simenon y Agatha Christie y, a su lado, una selección de lo mejor de Kairós, de Austral, de Cátedra, de Alianza Editorial, del Fondo de Cultura Económica, de Obelisco y de tantos otros. Los clásicos de la literatura, por supuesto. Libros y películas de aventuras, la serie B de Roger Corman, clásicos de antropología y folclore, igual que de astrología, cosmología, esoterismo y de ensayo católico: hay muchos buenos lectores que, alérgicos a todo lo religioso, lo excluyen a priori y no saben quiénes son, pongamos por caso, Von Balthasar y De Lubac. Quiero librerías vivas, de estantes prietos y bien seleccionados, en los que no falte nada que haya llegado a ser verdaderamente importante, nada que el tiempo no haya decantado. Y quiero, sobre todo, esa aventura de la lectura orgánica en la que el lector se adentra en una selva, sí, pero con un itinerario, con un mapa, con una guía. No para infantilizarlo, sino todo lo contrario: para que se haga con un criterio propio, para que lea los libros más diversos dentro de una atmósfera de exploración.
Francia, patria de la excepción cultural, carga contra Amazon. En España, los libreros que participan en la Feria del Libro de Madrid cruzan los dedos para que ocurra un milagro. Sin embargo, los milagros no ocurren por sí solos. Sí, vendrá alguna nueva María Dueñas, algún nuevo Stieg Larsson; pero eso no los salvará. Sólo los salvará ponerse en la vanguardia del mundo de la cultura y ofrecer a nuestros contemporáneos lo que estos más necesitan: orden, rumbo,itinerario, sentido, un sentimiento de aventura colectiva, planes de vida, mapas, vías para adentrarse en el corazón del mundo —a través de los libros y de otros muchos modos. Nuestros mitos: los templos-biblioteca de los egipcios, la Biblioteca de Alejandría, la anexa al templo de Serapis en esta misma ciudad. Convirtamos nuestras librerías en grutas iniciáticas, pongámoslas en la primera línea de una cultura que no sabe lo que busca, pero que busca, en realidad, orden y aventura: ¡las dos cosas! Creemos un gran rompecabezas de cien, quinientos, mil, dos mil libros clásicos, organizados por campos y niveles, y al que luego puedan adherirse los demás, los meritorios, pero ya no axiales ni matrices. Dicho de otro modo: utilicemos los libros para reencantar el mundo.
Luego, quedan otros muchos temas, claro, relacionados de un modo u otro con lo que hemos dicho en el presente texto: ¿puede haber un programa atractivo de libros en televisión? ¿Puede volver algo parecido a La clave de Balbín? ¿Qué pasa con las lecturas de los alumnos en los institutos? ¿Es posible que los libros sean algo trendy y cool en la época de Facebook y Twitter? Preguntas que aquí sólo dejamos apuntadas. Y por cierto: en realidad, lo esencial no es que se lea. No soy un fundamentalista de la lectura. Lo esencial es que nuestra sociedad vuelva a adentrarse en el corazón del mundo. Si lo hace, libros, libreros y librerías tienen ante sí un futuro apasionante. En cualquier otro caso, no.
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