El mejor presidente del gobierno que ha tenido España desde la muerte de Franco es el más olvidado y, lo más seguro, el menos valorado de la lista: don Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo. Si no hubiera sido porque un guardia civil con bigotes interrumpió la votación de la que saldría investido como primer mandatario (y la que se organizó con aquella meada fuera de tiesto), muy pocos españoles recordarían a este madrileño, marqués de la Ría de Ribadeo, Grande de España y cabal hombre de estado, quien prefirió las buenas formas de la buena educación antes que empecinarse inútilmente y a la heroica en reconstruir el proyecto político del centro-derecha, herido de muerte desde el día en que Adolfo Suárez apareció en TV con ojeras y diciendo “au revoir les enfants, ha sido un placer y ya nos veremos por ahí”.
Alfonso Guerra lo llamaba “El Pasmao”, y justo en esa quietud como de fuerza tranquila estuvo su grandeza. Calvo-Sotelo sabía que con él terminaba un período de la historia española, el que conocemos como “La Transición”. Comenzaba otro en el que los socialistas estaban inapelablemente llamados a gobernar durante unos cuantos años, aquella “pasada por la izquierda” augurada por Felipe González y que acabó como acabó, tal como suelen hacer las cosas en el viejo gran partido de los trabajadores: conducir a las masas de la ilusión del cambio a la realidad de la cámara frigorífica donde Aída Álvarez guardaba sus abrigos de piel, el policía Amedo jugándose la paga de los GAL en el casino de Estoril, el hermanísimo Juan Guerra dirigiendo extraoficialmente el ayuntamiento de Sevilla como amo en la cortijada y Roldán (qué personaje), llevándose a manos llenas y en un día lo que la viuda de un guardia civil asesinado por ETA no cobraba en una vida entera.
Como dijo en cierta ocasión la mamá de un amigo gay al fruto de sus entrañas: “Hijo mío, naciste de culo y venías dando pistas”. Aquellas corruptelillas y pícaros desafueros fueron las primeras pistas, el atisbo de una clase política (no necesaria y exclusivamente socialista), que ha convertido a España en su negocio y a los ciudadanos en sus empleados, subsidiados y si es preciso parados. Bien caro costaba el billete del limbo progresista al duro barrigazo contra el duro suelo. Ya sólo falta que nos despidan de esta empresa inviable, que mañana o pasado nos llegue por WhastApp el cese como españoles y nos encomienden a los caciques autonómicos reciclados en líderes soberanistas. Total: para poca salud, ninguna. El Estado Federal, desde su horizonte imparable, augura que cada cual saqueará en su casa y nada más aunque nada menos. Algo es algo.
Calvo-Sotelo fue buen presidente porque supo estarse quieto, no disturbar la lógica de la historia (maldita lógica), y permanecer en una honestísima mediocridad hasta que llegasen las fanfarrias del puño y la rosa y las bacanales del despilfarro. Probablemente sabía la que se nos venía encima. Con toda seguridad, sabía que era inútil intentar evitarlo porque los españoles estábamos empeñados en la famosa “pasada” y, en efecto, tiempo hemos tenido de pasarnos siete rotondas. Cuando formalizó el traspaso de poderes al PSOE, en 1982, advirtió a Felipe González sobre los tres problemas serios que dejaba el último gobierno de UCD: las cifras de desempleo, el golpismo latente en el ejército y el asunto RUMASA. Alfonso Guerra proclamó con su aparatosidad de siempre: “¡Cuando lleguemos a la Moncloa vamos a mirar hasta debajo de las alfombras, para sacar a la luz toda la corrupción de UCD!”. Angelito… Miraron debajo de las alfombras y sacaron la borra del golpismo latente, el asunto RUMASA y unas cifras de paro poco asumibles para aquellos tiempos. “El Pasmao” salió honrado y cumplidor de su palabra. A ver qué partido, qué políticos con mando en plaza, pueden decir lo mismo hoy día. Con los dedos de una mano se cuentan y sobran cinco.
“En tiempos de Calvo-Sotelo parecía que no había gobierno”, me comentó hace poco un amigo, en Sevilla. “Igual que ahora”, remató la frase. No acallé mi desacuerdo: “Como ahora, no. En tiempos de Calvo-Sotelo pujaba la sensación de transitoriedad y había un anhelo esperanzado ante el futuro. La sociedad civil vibraba con fuerza y, en realidad, se había extendido la convicción de que no necesitábamos un gobierno que incordiase nuestros planes. Ahora es distinto. Ahora no hay futuro y sí necesitamos un gobierno fuerte. Más que nunca”.
De la elegante y austera impavidez de “El Pasmao” a la inacción, la impotencia y vergonzante silencio de los pasmados de hoy, hay un trecho, el que separa la resignación ante la historia de la humillación ante Alemania (y no me refiero al 7-0 del Barça). Algunos políticos saben cuándo hacer mutis y dejar paso a la voluntad de la ciudadanía, que el pueblo “haga su experiencia”. Otros, no conocen el arte de hablar y gobernar sin dar la impresión de ser lo que son: unos perfectos aprendices en el gremio de los pasmados. Y esa es la pena, que la segunda fila está en el escenario. Ya no quedan prudentes de manos limpias como don Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo.