Desde hace muchísimo tiempo los marxistas de manual son capaces de predecir las tremendas crisis cíclicas del capitalismo, pero nunca han podido evitarlas ni ofrecer alternativas reales para superarlas. Cierto es que la izquierda rigurosamente de libro nunca ha ejercido el poder en España (ni necesidad que hay, ni ganas), pero sí lo han hecho los partidos que fundamentan su ideario en un análisis marxista (“materialista“) de la realidad, aunque dicho ideario haya experimentado transformaciones de mayor o menor alcance en función de apremios electorales y otras circunstancias tácticas.
Parece aceptable que ningún partido de izquierdas en su sano juicio pretenda alcanzar el gobierno de la nación con un programa netamente marxista, mas resulta desconcertante, un poco irritante incluso, que quienes bebieron y teóricamente aprendieron de aquellas fuentes se demuestren impotentes del todo no ya para solucionar sino, incluso, prever una crisis económica tan devastadora como la que sufrimos, tal cual fue el caso de los sucesivos gobiernos de aquel ínclito leonés cuyo nombre me he propuesto no escribir nunca más.
Hay quien sostiene (sus razones tendrán), que esa gente nunca aprendió los rudimentos del materialismo histórico porque en puridad ni son de izquierdas ni intenciones que tuvieron. La evidencia de su gestión alumbra la certeza de que en tiempos ya remotos cambiaron la teoría por la propaganda, la acción política por la agitación, el análisis por la demagogia y el debate ideológico por el sectarismo; todo ello a beneficio de una casta social tenazmente enriquecida, enquistada en el poder, anclada a sus privilegios y compuesta básicamente por ellos mismos. Se reputan imprescindibles para defender a los colectivos desfavorecidos contra los abusos del sistema, pero jamás intentarán cambiar lo esencial de ese mismo sistema. Como mucho, se postularán gestores del tinglado, bajo promesa de dar “aspecto humano” a una sociedad injusta. Eso sí, únicamente podrán cumplir el compromiso cuando haya sobrantes acumulados y a disposición del Estado, en épocas de bonanza económica o períodos de intensa especulación financiera, con activos y circulante “hinchados” que permitan el ejercicio de políticas sociales benefactoras, a las cuales, no se sabe porqué, se considera “progresistas” cuando son de elemental sentido común. En definitiva, esa izquierda que en alguna ocasión he denominado “para los días de fiesta”, piensa y actúa como una ONG instalada en la administración de lo público: cuando haya, repartirá con mayor o menor acierto; cuando no haya, ingeniará las cabriolas ideológicas necesarias para echar la culpa de todo al sistema que ellos no cambiaron ni cambiarán nunca.
Esa izquierda es insostenible. No puede impugnar aquello establecido que la sustenta ni puede debatir, sin caer en delatora incoherencia, con movimientos radicales que la señalan como colaboradora necesaria en el entramado de intereses (los económicos en primer lugar), sobre el que se mantiene toda esta farsa. No es de extrañar que a pesar de sus 110 diputados en el Congreso, el PSOE haya perdido su aura de “principal partido de la oposición”, ni que transmita una sensación difusa, vagante y un poco despistada entre su condición institucional y su teórica obligación de apoyar las protestas de los afectados por la crisis, es decir: la mayoría. Tampoco hay nada de raro en que otras formaciones como IU (especialistas en “estar y no estar”, “ser y no ser”), así como los nacionalismos radicales y fuerzas afines, experimenten un auge en la simpatía hacia sus propuestas, aunque a la hora de las urnas esa inclinación decaiga notablemente. En este último caso, tanto en lo que concierne a IU como a los nacionalistas, la verdad última de su posición es que sólo podrán mantenerla en tanto no se acerquen al poder ni por lo remoto. Es decir: sus propuestas de alcance sirven únicamente cuando no se ponen en práctica, lo que les permite permanecer “incontaminados” aunque los sitúa en el mismo círculo mágico de lo insostenible. El problema que acucia a esta izquierda alternativa es administrar su tiempo de puesta en escena, todo el que pueda conseguir hasta verse en la dura necesidad de declararse alternativa de nada.
En esa tarea andan. Ante las reclamaciones reales de la ciudadanía ofrecen ocurrencias ideológicas o gestos simbólicos. Viven instalados en la protesta y la acción puntual, sin más ideas que el NO ni muchos más argumentos que el grito. Y por supuesto, continúan achacando los problemas actuales de la sociedad real a una especie de perversa “noche de los tiempos”, la cual continuaría ejerciendo su tirana potestad desde los prolegómenos de la guerra civil (me refiero a la guerra civil española, la que terminó hace 74 años). Para la izquierda insostenible, ese panorama de foto fija es perfecto: ningún compromiso eficiente con la realidad y muchas décadas por delante para seguir denostando al “franquismo y sus herederos”. La política como arte del absurdo retroactivo era posible y se están encargando de demostrarlo. Parafraseando el título de la última obra de su gurú cinematográfico, Isabel Coixet, les vendría de molde que el ayer no terminase nunca. Mientras nada cambie, seguirán donde suelen: en el limbo feliz de quienes sobreviven gracias a que nunca se atreven a vivir.