De un tiempo a esta parte alardeamos de tener en España la generación más y mejor preparada de toda nuestra historia. En cantidad parece indiscutible. Respecto a la calidad, en cambio...
Pero supongamos que aceptamos el gran eslogan político de “la generación mejor preparada”. Así, reconocemos que nos encontramos con el mayor número de universitarios que jamás hayamos tenido en España y respecto al nivel académico, con la mayor especialización. Es decir, que hay muchos que saben mucho de lo suyo, pero… ¿cuánto saben de otras materias? La pregunta no es menor. Porque si consideramos que poseer formación superior exige, además de dominar la especialidad, poseer conocimientos de las menospreciadas Humanidades, el eslogan se nos cae a pedazos.
A un hombre o a una mujer que se le otorga el calificativo de “preparado” se le supone, y así se da a entender implícitamente en el eslogan, una formación que va más allá de los conocimientos estrictamente propios de su profesión. Y que contribuyen en gran medida a constituirlo en un ser con criterio propio y con capacidad para razonar con libertad. Esta última condición, que se reconoce como un logro de nuestra era, en realidad escasea por obra de una maquiavélica ingeniería social que sí constituye el gran denominador de nuestra época por encima incluso de la revolución tecnológica, y que ha logrado convencer de que se es libre cuando se es rebaño.
Una buena formación en Humanidades ayuda y mucho a incentivar el libre pensamiento. Tal vez por esta razón se le negó a las masas un bachillerato humanista. La nobleza, el honor, la honradez y la conciencia dependen de otros muchos factores, pero una buena formación, que por supuesto no puede ser dogmática ni adoctrinadora, contribuye a fomentar esos valores que percibimos cada día más ausentes.
Pero adónde pretendo llegar con este artículo es a algo más radical y trascendente. ¿De qué nos sirve la formación si no somos capaces de cambiar lo que ocurre? ¿De qué nos sirve la formación si carecemos de la tensión espiritual que nos proporcione el impulso necesario para emprender la regeneración?
Si admitimos que el espíritu de un hombre determina su vida y que el espíritu de una nación determina su destino, deberemos concluir que nuestro espíritu está en horas realmente bajas y que, sin él, por mucha formación que atesoremos jamás alcanzaremos el paraíso al que pretendemos llegar desde la mente.
Si decidimos soñar con el resurgir debemos aceptar que nuestro espíritu está en coma. Y para despertar, además de hacer un examen de conciencia individual y colectiva y generar un inicio por nosotros mismos, vamos a necesitar ayuda, no de alguien, sino de las circunstancias, para que nos brinden la oportunidad. De lo contrario, el peso de nuestras cadenas nos seguirá hundiendo a pesar de la generación mejor formada de España.
©El Manifiesto.
Director: Javier Ruiz Portella