Desde que estalló la crisis económica se ha intensificado el debate acerca de lo intolerable que resulta permitir el fraude fiscal.
No deseo centrar la intención del artículo en si la solución o el alivio de nuestra depauperada situación actual pueda venir de combatir el fraude hasta hacerlo imposible —lo veo difícil— y lograr en consecuencia el incremento de la recaudación. En mi opinión —no soy economista, pero sí tengo algo de sentido común— la cosa no se arregla por esa vía.
Lo que deseo hacer es introducir de lleno el debate de si defraudar es un acto falto de ética o por el contrario es lícito —que no legal—. A sabiendas de que determinar esta cuestión es esencial y prioritaria antes de valorar si combatir el fraude mejorará o no la economía nacional. Aunque muchos no lo vean así, los valores o la ausencia de los mismos es lo que mueve el mundo en uno u otro sentido, hacia la prosperidad verdadera o hacia la decadencia en todos los ámbitos.
El actual gobierno del Partido Popular ha incrementado el impuesto de la renta, de sociedades, el IVA y otros, y lo ha hecho radicalmente en contra de su programa electoral, con el objetivo de aumentar la recaudación y afrontar los pagos tanto de los usureros tipos de interés de la deuda como de los gastos inherentes de la administración pública.
Como señalaron una larga lista de expertos, dichas medidas no iban a producir los resultados esperados y su efecto podía ser inverso, es decir, que se desplomase todavía más la recaudación, ya sea por causar más cierres o por el incremento del fraude fiscal.
El Gobierno, visiblemente molesto y rabioso cargó contra la sociedad, y todos pasamos a ser sospechosos y susceptibles de ser investigados, llegando a argumentar sus subidas de impuestos por el fraude que cometen “algunos”.
Muchos tertulianos —el único sector que debe haber incrementado su cuerpo laboral durante la crisis— han abogado por medidas firmes contra el fraude. Y es en ese punto en el que planteo el debate.
Antes de iniciarlo, es preciso puntualizar que, según los datos que se barajan, aproximadamente más del 70% del fraude lo producen las grandes empresas y las multinacionales, así como también las grandes fortunas, de modo que menos del 30% es el fraude efectuado por los españolitos de a pie contra los que el Gobierno ha decido cargar. Lo otro ya sabemos que no se toca, porque entre otros muchos despropósitos constituyen el retiro dorado de muchos políticos que, además, siguen cobrando del Estado, perdón, del pueblo.
No me interesa si el denominado fraude es legal o ilegal, puesto que las leyes son muy claras y no dejan lugar a dudas, pero no es así en su aspecto moral.
En principio, en una sociedad sana, regida por un Estado sano, el fraude es inmoral. Y lo es porque una contribución razonable es imprescindible para construir una sociedad de valores que garantice un mínimo de cobertura en caso de necesidad y cubrir unos servicios esenciales para todo ser humano. Así, no aportar lo estipulado puede considerarse como un fraude a la sociedad, porque es insolidario en el sentido de que no aporta un dinero imprescindible para mantener la educación, la sanidad, las pensiones, los subsidios de desempleo y en definitiva la protección social.
Y ese es el argumento que políticos y ciertos tertulianos, que se llevan un pastón al mes por sus eruditas aportaciones, esgrimen con vehemencia. No todos, afortunadamente.
Por otra parte, al examinar la realidad no podemos obviar que además de mantener lo que es justo socialmente, también se mantiene una estructura administrativa del Estado gigantesca y en extremo cara; observamos una larguísima lista de inversiones injustificables en infraestructuras inútiles como aeropuertos vacíos, tranvías, líneas del AVE, polideportivos, auditorios, etc., de las que hay porcentaje bajo mano a porrillo; las subvenciones a partidos políticos, sindicatos, patronal, y otras que rayan el absurdo y el despropósito; y, cómo no, la constatación de una extendida corrupción endémica donde a los Urdangarines de turno —abundan— les renuevan sus contratos por un millón de euros.
Llegados a este extremo creo que es válido hasta cierto punto el argumento de que es lícito no contribuir a un Estado que expolia a la sociedad, o por lo menos rebajar dicha contribución a un nivel sensato que hoy está bastante por debajo de lo que se está exigiendo. De este modo, me parece normal que muchos autónomos, pequeños empresarios y trabajadores escaqueen parte de su actividad para compensar el abuso del Estado.
Antes de exigir a los demás honradez hay que ser honrado, antes de exigir a los demás solidaridad hay que ser solidario y antes de exigir a los demás ejemplaridad hay que ser ejemplar. Y el Gobierno y el Estado a fecha de hoy no tienen ninguna autoridad moral para exigir nada en absoluto.
Incluso se ha sabido que el 85% de los diputados ejercen otras actividades laborales remuneradas. Seguro que eso es legal… pero, ¿es ético?
Hoy, sin embargo, quiero proseguir mi desarrollo deteniéndome a observar la realidad que se vive a pie de calle y no en un despacho público, en la sede de un partido político o en el plató de una televisión. Lo que veo es que defraudar a Hacienda no se reduce a una cuestión de ética. Ojalá fuese así. Ojalá el debate se detuviera en los aspectos expuestos y unos opinasen que a pesar de todos los males es preciso aportar lo estipulado por ley, y otros objetaran que, dado el vampírico Estado que tenemos, no es de recibo darle todo lo que pide a costa de nuestro sacrificio. Ojalá quedase ahí el debate, pero no es así. Defraudar ya no es moral o inmoral. Defraudar es para una inmensa mayoría de personas una cuestión de supervivencia. No les queda más remedio porque su actividad no les permite sostener el pago de autónomos, más la renta, más el IVA y otros. Y que no digan que el IVA lo paga el cliente, porque en la mayoría de los casos el mercado obliga a comerse los márgenes para mantener precios.
Tras sopesar los anteriores aspectos se puede determinar —a riesgo de caer en generalizaciones— que el fraude fiscal lo propicia el Gobierno con sus impuestos abusivos, con su falta total de ejemplaridad y por seguir sosteniendo un Estado asfixiante. Si los impuestos fueran razonables y asumibles, la honestidad pública estuviera a prueba de bomba y se practicase una racional y calculada inversión, la inmensa mayoría de la gente preferiría pagar lo que le corresponde, dormir tranquilos y, por qué no, saber que contribuyen a que todos estemos más seguros y protegidos.
Mi conclusión personal es que defraudar a Hacienda no sólo no es inmoral, sino que para mucha gente es imprescindible para subsistir.
De este modo, mientras el Estado no sea ejemplar en todas las áreas sin excepción y mantenga una línea de ataque frontal a la sociedad —que no a las multinacionales— ya saben… que no les pillen, y duerman ustedes con la conciencia tranquila.