Ha pasado más de medio año desde que el Partido Popular ganó las elecciones con mayoría absoluta. En aquella jornada, una izquierda desencantada desertó, en parte, de las urnas. Lo hizo tras dos legislaturas gobernando el Partido Socialista y tras constatar no sólo la ineficacia de su política a todos los niveles, empezando por lo económico, sino la pérdida de cualquier ascendencia moral en todas las áreas políticas y sociales.
Por el contrario, una gran parte de la población decidió otorgar su confianza a Mariano Rajoy con la esperanza de que se retomara el sendero de la cordura, la sensatez y la prosperidad. Creo que no me equivoco si afirmo que la opinión pública española ya fuese de izquierdas o derechas no esperaba una gran transformación, pero lo que a estas alturas podemos dar por hecho, es que lo que no esperábamos es lo que hemos tenido estos últimos meses.
Si proponemos un escueto resumen de la corta trayectoria del Gobierno del Partido Popular lo primero que acumulamos —empezando por su propio electorado— es una mezcla de perplejidad, indignación, desencanto y estafa moral.
Subida de todo tipo de impuestos y tasas a las personas físicas y a las empresas. En contradicción flagrante respecto de su campaña electoral. Y no se arregla con admitirlo.
Una reforma laboral para cubrir el expediente ante Europa que resulta insuficiente mientras que lo verdaderamente trascendente del asunto es que dicha reforma no se puede plantear sin abordar antes —o, a lo sumo, a la vez— otras muchas reformas de gran calado mucho más vitales para España. A los ojos de los españoles la reforma laboral aparece, en primer lugar, como ineficaz y, en segundo lugar, genera un malestar social porque no puede ofrecer unas compensaciones que la hagan aceptable, esto sería, un aumento patente de la contratación y el empleo.
No iban a subir el IVA porque era insolidario con aquellos cuya situación ya era en extremo ajustada. Ya está hecho.
Prometió que controlaría el gasto público y se ha mostrado incapaz de hacerlo. Aunque exhiben, junto a la última y dolorosa vuelta de tuerca a la ciudadanía, unos porcentajes de reducción de concejales de ayuntamientos y la petición a los señores diputados para que renuncien voluntariamente a una paga extra tal como han impuesto a todo el funcionariado. Lo primero es insuficiente a todas luces y lo presentan como una medida de austeridad y de envergadura para que no sea dicho que no recortan el Estado. Lo segundo resulta insultante. Imagino que el objetivo de esa medida es que todos esos estómagos agradecidos se vayan con su conciencia bien tranquila a la cama. A todo esto el déficit sigue desbocado debido directamente a una estructura administrativa colosal y voraz que siguen sin tocar.
Y si nos metemos en otras políticas, este Gobierno ha seguido y aumentado la línea que se abrió en la época de Zapatero respecto de ETA y los legalizados partidos proetarras que, por ejemplo, en el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco siguen sin condenarlo.
El Gobierno ha presentado su segundo gran paquete de reformas. Aduce que no hay margen de maniobra y que estas desagradables medidas vienen “aconsejadas” desde Europa. Pero obvia con premeditación y alevosía que también llevan mucho tiempo diciendo desde Europa que en lo que no confían es en nuestro sistema autonómico.
Visto el panorama, es hora de tener algunas cosas claras:
La casta política —salvo honrosas excepciones— no nos va sacar de esta. Y en consecuencia lo que no hagamos nosotros, o dicho de otro modo, lo que no les obliguemos a hacer, no lo harán por sí mismos.
Como sociedad madura no debemos aceptar ni un recorte más a nuestra costa y tampoco una subida de impuestos por mínima que sea si antes no se recorta la administración pública drásticamente. Lo de “no debemos” lo digo en el sentido literal, en el de convocar una manifestación detrás de otra hasta que la presión sea insostenible como insostenible es la situación económica para millones de españoles. Sobran ayuntamientos a miles, consejos comarcales, cabildos y similares con otros nombres; sobra un Senado que ya nadie puede explicar cuál es su función; y es imperativo reformar lo concerniente a las Comunidades Autónomas, las Diputaciones y las competencias que tienen atribuidas. Y al mismo tiempo sobran la inmensa mayoría de las subvenciones.
Debemos exigir un referéndum, puesto que este sí es un derecho democrático inalienable, para decidir qué Estado queremos y plantearlo en términos muy claros.
Los políticos conocen las incontables voces que se están elevando en este sentido y las han despreciado con un “esto ni se plantea”. Y hay que recordarles a estos señores que España no es suya.
En esta encrucijada histórica, nos enfrentamos, como sociedad, a un reto que determinará nuestro futuro y el de las próximas generaciones. Debemos ser capaces, como pueblo, de incidir decisivamente en la política. Debemos tomar conciencia de que estas circunstancias encierran la oportunidad para superar la historia y renacer como sociedad. No estamos ante un proyecto de izquierdas o de derechas, sino ante un proyecto de sociedad madura y responsable.
La iniciativa de Reconversión del Estado planteada hace unos días debería ser nuestra hoja de ruta como sociedad. Los políticos no nos movilizarán contra ellos mismos, los sindicatos no nos movilizarán contra sus subvenciones, los tertulianos que tanto abundan tampoco lo harán, ni los de ninguna ceja…
Si no somos capaces de generar un movimiento de resurgimiento nos espera un infierno largo y doloroso. No vale confiar en que el tiempo lo cura todo y que las cosas se regeneran por sí mismas. La historia es un sabio que merece la pena consultar. Muchas naciones, es decir, muchas sociedades, no han sido capaces de detener su caída y su degradación y lo han pagado con el consiguiente e irreversible deterioro de las condiciones de vida de sus ciudadanos; sin embargo, la historia también habla de resurgimiento, de reacción, de recuperación del espíritu, de superación de la indolencia.
¿Cuál de los dos casos somos? Porque ambos son posibles. La diferencia entre uno y otro radica exclusivamente en nuestro estado mental y espiritual. Yo confío en que seremos capaces de resurgir, aunque lo tenemos complicado dado el grado de sumisión al que hemos llegado como sociedad, pero se atisban signos de posibilidad y creo firmemente en que la iniquidad, al llegar a su máxima expresión, provoca el resurgir del honor y la valentía.
Esta vez, en España, el cambio debe ser a manos de un movimiento inequívocamente democrático y no caer en tendencias totalitarias de ninguna índole ideológica que ya no tienen cabida en la actualidad. Esta vez nos enfrentamos al reto histórico de salir todos o sucumbir en la mediocridad vampirizados por una casta política sin ideales, sin norte y sin honor y entregada a la propia satisfacción personal.