Septiembre ya está aquí y con él llegará el otoño y, según las previsiones, se avecina un período incierto de protestas, movilizaciones e incluso de altas tensiones sociales. Personalmente no me extraña.
Desde que se desató la crisis escucho numerosas voces, generalmente procedentes de las esferas de poder (ya saben, grupos políticos, financieros, económicos, mediáticos, etc.), hablando de lo necesario que es conservar la paz social.
Yo me pregunto qué es exactamente la paz social, a quiénes sirve o conviene, si es lo mejor mantenerla a cualquier precio y, en caso de sacrificarla, cuál debe ser el motivo y cómo hacerlo.
Quienes abogan por conservar la paz social a toda costa aducen que la situación ya es lo suficientemente delicada como para empeorarla poniendo en riesgo lo que ellos llaman la convivencia pacífica. Sus argumentos, de una parte bastante cabales, se cimentan en que la alteración afectaría todavía más al deteriorado tejido productivo, y esto repercutiría en una menor confianza externa de España —si es que es posible— y, en consecuencia, en un incremento de los tipos de interés de la deuda y una mayor imposibilidad de afrontar los pagos, lo cual nos conduciría irremediablemente a la quiebra —aunque eso temo que ya está hecho—.
Por otro lado, lo cual no es menos significativo, esgrimen el argumento que más me interesa tratar: el riesgo de daño directo que se puede producir en la sociedad. Este argumento no es menor y debe valorarse detenidamente. Es cierto que cuando se desata la masa se pueden producir atropellos aprovechando el descontrol y el caos por parte de algunos individuos o grupos sin escrúpulos o en el mejor de los casos por auténtica necesidad. Y que una vez se produce el estallido, no es posible saber con exactitud qué envergadura tomarán los acontecimientos ni cuál será su alcance.
Al respecto los políticos hablan con mucha responsabilidad acerca de las bondades de la paz social, y en pleno acto de ilusionismo de mago —demagogo en este caso—, nos ocultan que son ellos los que se quedan con el monopolio de la paz social para alterarla a conveniencia. De este modo y por poner dos ejemplos, los sindicatos amenazan y aprovechan la coyuntura para defender sus prebendas justo ahora que más en cuestión están. Tuvieron tiempo de protestar y no lo hicieron. De otra parte, los nacionalistas también juegan a alterar la calle y recoger los réditos de su pulso. Y así político tras político, chupóptero tras chupóptero.
La verdad es que ningún partido político tiene autoridad moral para alterar la calle en aras de una protesta por muy justo que sea lo que reivindica para la sociedad. No nos engañemos, ya son muchos años de demagogia. A ellos usted y yo les importamos un rábano. Sólo quieren conservar su cuota de poder —y el dinero— y tumbar a su enemigo, al clan contrario.
Dicho esto, y respondiendo a mis primeras inquietudes, se podría definir la paz social como un modelo de convivencia en orden, que beneficia al conjunto de la sociedad y que permite el movimiento, el comercio y la actividad con garantía de seguridad. Dicho así suena muy bien. Todos estamos bien con la paz social ¿Todos?
¿Qué paz social tienen los millones de ciudadanos que no tiene trabajo y que no cobran ningún tipo de ayuda? ¿Qué paz social tienen aquellos que no pueden estudiar en una lengua oficial del Estado? ¿Qué paz social tienen los miles de personas que cada día se ven obligados a recurrir a los comedores sociales para sobrevivir? ¿Qué paz social tiene las generaciones jóvenes que con más de un 50% de paro viven una situación que cercena cualquier proyecto vital? ¿Qué paz social puede haber cuando se trata a los asesinos con condescendencia mientras se desprecia a las víctimas y se deshonra a los muertos? ¿Qué paz social existe cuando un partido que respalda el asesinato puede acceder al poder?
Seamos sensatos, la paz social de hoy es tremendamente violenta con muchos millones de personas y no es justa. Una vez más es preciso recordar que sólo la justicia puede sostener esta paz social, porque la injusticia conducirá irremediablemente al estallido. Y a propósito de esto, existen momentos en la historia que exigen determinación, decisión y arrojo para generar un cambio imprescindible, aunque conlleve sacrificio.
Mi modelo de revolución —y creo que el de muchas personas— no tiene nada que ver con incendiar las calles y arrasar mobiliario urbano o asaltar comercios o reventar el sistema porque sí. Lo deseable es que el hartazgo ciudadano se proyecte en forma de una respuesta conjunta cuyas exigencias estén íntimamente ligadas con algo que hemos perdido y olvidado, el idealismo espiritual, un objetivo superior y común.
No deberíamos salir a tomar la calle “para defender nuestros derechos”, para conservar lo que tenemos, para impedir recortes, para llamarles ladrones… Ya no se trata de reivindicar algo, sino de decir alto que no aceptaremos otra cosa que una vida con honor. Nos metieron en esta situación cuando dejamos de tener en cuenta al espíritu y ya sólo nos importó la casa, el coche, las vacaciones y aquello que se podía comprar con dinero. No es que tengamos que irnos al otro extremo, es sencillamente que mientras no pongamos en lo más alto algo inmaterial pero sólido como un ideal espiritual seguiremos siendo carne de manipulación y por mucha democracia que aseguren que tenemos, no experimentaremos ni de lejos lo que es la libertad.
Ojalá el alzamiento del pueblo fuese así, pero mucho me temo que la paz social se romperá de manera controlada y dirigida por el aparato sindical y político —ahora le toca a las izquierdas y también a los nacionalismos—. Y por qué no decirlo, la base electoral del Partido Popular está tan hastiada de sus “representantes” y se siente tan traicionada que no hará nada por sostenerles; ellos se lo han buscado con sus nueve meses de gobierno.
Será una ruptura de la paz social para seguir manteniendo el mismo modelo, la misma mentalidad… la misma paz social. Esa que tanto conviene a unos pocos y a quienes todavía tienen algo que perder.
Escribo esto porque a pesar de observar que seguimos en decadencia a todos los niveles, quiero pensar que comenzamos a estar lo suficientemente abajo como para que esa chispa auténtica pueda saltar. Y porque tengo la esperanza de que la gente de buena voluntad y con predisposición a ayudar, que la hay, llegará el día que de manera espontánea o llevada por un acontecimiento aparentemente insignificante se rebelará.
Quizá no es el momento todavía, pero el espíritu está ahí, esperando a que lo recuperemos.