Llegados a la situación social, nacional —también mundial— y espiritual a la que hemos llegado, sólo nos puede salvar un cataclismo. Dicho así, a voz de pronto, puede sonar contradictorio e incluso, si me apuran, derrotista.
¿Cómo puede llegar la mejora —o la solución— de manos de un desastre repentino cuyos daños no se pudieran reparar, sino que obligase a una reconstrucción desde la base? ¿Cómo puede llegar la salvación de quedarse sin nada y depender de verdad los unos de los otros? Pues sencillamente porque lo que hay no tiene arreglo, y porque la posible escapatoria del infierno tiene mucho que ver con el espíritu. Y al espíritu no se vuelve por el camino fácil cuando uno se ha alejado tanto de él.
No creo que nunca antes en la historia se haya hablado tanto de derechos humanos, de justicia, de valores morales y, sin embargo, el nivel espiritual haya estado tan bajo, y no me refiero al de postal, sino al íntimo, al esencial, al colectivo.
Ante el drama nacional que afecta directamente a millones de personas se pueden proponer medidas sensatas y eficaces. Se pueden escribir brillantes artículos llenos de razón y pragmatismo capaces de llegar al tuétano del asunto. Podemos conocer el camino para salir del abismo. Pero la verdad es que no va a servir de nada. De esta crisis no salimos con recetas económicas ni políticas —que no vamos a aplicar—, porque el mal que nos mata es intrínseco y endémico a nosotros como españoles y como seres humanos.
Las malas gestiones económicas y los equivocados planteamientos políticos sólo son síntomas de un cáncer con metástasis social e individual. La cruda verdad es que ya estábamos perdidos antes de la crisis económica. Estábamos perdidos cuando España iba bien y mucho antes de eso. Podemos debatir hasta la saciedad acerca de la noble intención original —o no— del Sistema por el que nos regimos, podemos afirmar que el ser humano es bueno —o no— en esencia, y podemos dejar que pase la vida dando tantas vueltas a las cosas como queramos. Nos podemos entregar a la caza y captura de chivos expiatorios —cada cual los que elija—: tal vez nos consuele, pero no arreglará nada ni lo mejorará. La conclusión final la pone la realidad, y ésta es irrefutable. Por ahora ni siquiera hay signos que indiquen que hemos aprendido la lección. Y como en lo fundamental no hemos cambiado, ¿por qué razón iba a corregirse nada? ¿Por qué iba a encauzarse la situación? Lo fundamental está en la mentalidad, y ésta tiene patrones inamovibles. O tal vez no, pero ¿qué puede cambiarlos?
Según parece, los seres humanos únicamente reaccionamos ante experiencias duras, desgarradoras e intensas. Podría no ser así, pero es así. Disculpen la simplicidad: aprendemos a base de palos —los de la vida, se entiende— y evolucionan y se hacen personas aquellos que, con modestia, aceptan la lección. Nos colgamos el título de sapiens porque construimos cosas que funcionan, porque nos organizamos y porque somos capaces de desarrollar algún pensamiento elevado que en la mayoría de casos somos incapaces de llevar a la práctica. Y para darnos cuenta de lo auténtico, necesitamos que nos digan que vamos a morir o que vamos a perder a quien más queremos, que nos confirmen que nuestra existencia termina en unos meses, en unas semanas o que apenas nos queda tiempo para los últimos estertores de muerte. Sólo así —a veces— vislumbramos lo importante de la vida de aquello que sin serlo nos ha poseído durante casi toda nuestra no-vida.
¿Tenemos que perderlo todo para darnos cuenta de que tenemos alma? Según parece no hay otro camino. Así somos los seres humanos. Un día, sin darnos cuenta, perdemos la alegría de vivir, la ilusión y nuestro motor vital cae en manos del querer tener más, no sólo lo justo para vivir más el natural deseo de medrar, sino que nos dejamos poseer por la insatisfacción y ya nada resulta suficiente. Se acumulan las quejas, las reivindicaciones y nos olvidamos de dar gracias por lo que sí tenemos y lo afortunados que somos si echamos un vistazo a otros lugares del planeta. Y no hablo de convertirnos en conformistas.
Tal vez me refiero a España, pero tal vez hable de la humanidad. Ahora tenemos problemas que algunos de nuestros vecinos del entorno parecen soslayar porque su gestión es más cabal y acertada. Pero es cuestión de tiempo que prosiga el desmoronamiento porque ellos están tan aquejados de ese mal interior como nosotros.
Muchas voces se alzan señalando los errores del Sistema, culpando la ideología liberal-capitalista del desastre por favorecer una codicia desmedida. Otros acusan al Sistema de precisamente lo contrario, de intervencionista. Algunos todavía hablan de regímenes sustentados por ideologías que llevadas a la práctica se constituyeron como un crimen a la humanidad y podemos mirar a derecha e izquierda que no se salva ninguno.
En mi opinión, los que fallamos somos los seres humanos. Resulta que los de abajo siempre somos los buenos, los que obraríamos con honestidad, sensibilidad y distinguiríamos lo justo de lo injusto con meridiana claridad, y que quienes llegan a los puestos de dirección política y económica sólo son gente sin escrúpulos cuyo ADN está inequívocamente inclinado a lo inferior, a la codicia, a la trampa, al robo, al crimen. O ni lo uno ni lo otro… y tal vez lo que ocurre es que los seres humanos no somos capaces de gestionar nuestras miserias —hablo en global—, estemos arriba o abajo.
El problema es espiritual. Hemos vuelto a quedarnos huérfanos, como así ha ocurrido en otros períodos de la historia. Ya no sirven las viejas religiones que, aun conservando un mensaje eterno, su estructura humana las ha devorado hasta la putrefacción. Porque repito, el problema es humano, no de la religión.
Además, mucho me temo que no hemos tocado fondo y que todavía nos queda un trecho por caer. Después resurgiremos, sin duda. Pero es tanto el peso que soporta el espíritu y del que necesita imperiosamente liberarse que, a menos que algo nos meta a todos por igual en una circunstancia, prevalecerá, salvo milagrosas excepciones que comienzan a extenderse anónimamente, el “sálvese quien pueda”. Y no porque la intención de muchos no sea la de ayudar al prójimo, sino porque en la mayoría de los casos es verdad que ahora no pueden.
Y no nos engañemos, si la situación llegase a invertirse y progresivamente comenzáramos a salir de la crisis, ello no significaría que estamos salvados, que ya pasó, que todo sigue hacia adelante. No nos engañemos, no habríamos arreglado nada. El problema nunca ha sido un sistema financiero que especuló hasta que estalló, ni una casta política corrupta, amoral y carente del más elemental sentido común, ni una organización de la nación que nos arruina y nos enfrenta. El problema es una enfermedad que sólo se corrige volviendo a lo esencial del ser humano. Nuestra desgracia es que, según parece, sólo volvemos a la esencia cuando nos obligan las circunstancias; unas circunstancias que tal vez forcemos sin darnos cuenta precisamente para liberarnos.
Sólo si llegamos a lo más hondo del abismo tendremos la oportunidad de resurgir. Sólo si un enemigo exterior nos empuja a una guerra por nuestra supervivencia, nos golpea una catástrofe natural de envergadura, nos asola una epidemia que nos diezma sin piedad o se desata la crisis hasta las últimas consecuencias causando finalmente la quiebra absoluta del Estado y de Europa; es decir, sólo si el destino nos sacude con ferocidad, barriendo sin contemplaciones y sin compasión casi todo lo que conocemos; repito, sólo si ocurre esto, tendremos esperanza.
Porque sólo entonces es posible —que no seguro— que se obre un cambio de conciencia colectivo. Siempre ha sido así. Tuvimos que sufrir siglos de feroces enfrentamientos y finalmente dos guerras mundiales para generar lazos entre europeos.
Seguiré confiando con optimismo que el resurgir sea lo menos traumático posible —ya llevamos lo nuestro—. Seguiré recordando cada día el pasaje del Gita hindú: cuánto más parece dominar la iniquidad, más cerca está el espíritu de darse nacimiento a sí mismo. Esperemos que nuestra necedad colectiva no nos conduzca hacia la necesidad de una gran crisis —mayor que la que ya padecemos— para que se obre un cambio de conciencia. Hasta hoy jamás fue de otra manera. Veremos esta vez… Si no, siempre queda la esperanza de un cataclismo que nos devuelva dolorosamente al espíritu y comencemos a gozar con aquello que se llevará el alma el día que nuestra vida expire.