Hace unos días, en "la Crónica de León", mi amigo Fulgencio Fernández describía mis coordenadas existenciales como "madrileño de nacimiento, andaluz de hondas raíces, gallego temporal y leonés por matrimonio". Le faltó añadir que vine el mundo "en el seno de una familia" más valenciana que la paella (mi idioma de cuna, el valenciano), y que por residencia también se me puede atribuir vagamente el patronímico de ex catalán. En cuanto a los ámbitos andaluces, tanto el reino de Granada como la Depresión del Guadalquivir me los tengo muy trabajados. (Lo de "depresión" no va con segundas).
Todo lo cual no quiere decir nada, o significa mucho según se mire.
Conversaba con Sonia, de regreso a La Coruña tras una breve estancia en León, sobre este ir y venir por las cuatro esquinas de España a lo largo de nuestra vida (en mi caso, ni del centro-centro me he privado). En las cuatro esquinas hemos sido felices y en las cuatro esquinas hemos visto más o menos lo mismo: lugares hermosos y, sobre todo, gente que se parece la una a la otra como una moneda de cinco duros a otra de veinticinco pesetas (en el sistema numismático antiguo, que es el que nutre el idioma en cuanto a frases hechas; se sigue diciendo "no tengo un duro", eso no vale "cuatro pesetas", etc... Y ya estoy en los cerros de Úbeda, bonito pueblo).
Gente y mucha gente en todas partes, sí. Eso es lo que hemos visto. Gente que quiere lo mismo, que tiene las mismas ambiciones e idénticas preocupaciones, que trajinan y pelean por la vida, por los más cercanos, su familia y sus hijos, y a menudo por personas a las que no conocen pero sienten próximas como conciudadanos. Mucha gente que anhela un futuro mejor para todos. Gente con ilusión por trabajar y construir una vida plena y digna, a la que le gusta divertirse de vez en cuando, disfrutar de la amistad, del amor de los suyos, de la seguridad de un entorno amable donde no falten ni el trabajo ni el cariño que cualquier ser humano necesita para sentirse eso justamente: un ser humano. No soy original, lo decía Freud: "Amar y trabajar". Me lo repetía, con cierta retranca, don Carlos Castilla del Pino las última vez que nos vimos, un par de años antes de su fallecimiento, en Castro del Río: "Amar y trabajar, Pascual... Amar y trabajar".
Eso es lo que hemos encontrado, lo que hemos visto y vivido en las cuatro esquinas de España a lo largo de todo este tiempo. Gente que quiere amar y trabajar. A ser posible en paz y buena concordia con el vecino. ¿Es mucho pedir?
Pues para quienes manejan los asuntos públicos (la mayoría de ellos), se trata de una insensata quimera. Lo de "amar", según y cómo. Lo de "trabajar", átame esa mosca por el rabo, con los casi seis millones de parados. Lo de estar en armonía con el vecino... mejor ni lo contemplamos. Nuestros dirigentes (políticos y no políticos) tienen aprendido el guión y muy claros sus intereses: somos unos en contra de otros. Por eso ellos son imprescindibles, para encauzar el descontento y la tirria de unos contra otros. Y así es como nos va. Por eso a la gente capaz de sentirse a gusto en cualquier esquina de España, como en casa, y que pretende en la vida metas tan simples como la propuesta por Freud o don Carlos, amar y trabajar y llevarse bien con el prójimo, sólo le queda un remedio: aguantarse las ganas.
Y así no hay manera.