Nadie es absolutamente inútil. En el peor de los casos, siempre se puede servir de mal ejemplo. Conste que los malos ejemplos son más instructivos y muchísimo más aleccionadores que los buenos. El buen ejemplo suele resultar ñoño. El mal ejemplo, apasionante.
De las personas, las generaciones, las situaciones particulares y las épocas históricas siempre tomamos ejemplo. Sin experiencia ajena de la que aprender, qué difícil y qué largo sería el recorrido, con nosotros de exclusiva compañía.
De nuestros abuelos aprendimos el mal ejemplo de la convivencia mal llevada y peor rematada. Una entera generación se autoinmoló en una guerra civil (iba a escribir “terrible guerra civil”, pero redundancias las justas), que fue resultado de esa especie de incapacidad genética que tenemos los españoles para superar nuestras crisis colectivas si no es a base de echar la culpa al de enfrente, avivar odios y desafecciones, criminalizar al vecino y echarnos al monte en busca de culpables.
De nuestros padres, con mayor o menor aprovechamiento (en mi caso no hay diploma ni falta que me hace), aprendimos el buen ejemplo del trabajo, la honestidad, la abnegación, el sacrificio. Fueron una generación gris y tozuda que se deslomó por levantar una nación, España concretamente (lo siento, se llama España y es una nación), desde las cenizas de la guerra, la pobreza, la miseria material y moral de unos tiempos (ahora sí) terribles, para llevar al conjunto de nuestra sociedad a unos niveles de bienestar sorprendentes. Cuando oigo y leo sobre el “estado del bienestar” como si fuese un invento de hace diez o doce años, me entra cierto malestar histórico, lo confieso. Nuestros padres convirtieron la España del arado, el analfabetismo y las beatas en misa en un país moderno, industrializado, con unos niveles de protección social únicos en Europa y capaz de plantearse con seriedad su futuro. Tanto, que esa misma generación, muchos años después, fue capaz de decir: “Hasta aquí hemos llegado”. Se acabaron los buenos y los malos, el resentimiento, el “conmigo o contra mí”. La política de “reconciliación nacional”, reiterada durante muchísimo tiempo por el PCE, culminó en aquella célebre etapa de la Transición. Por primera vez en su historia, España se comportaba como un país con cerebro.
Creo que fue el último buen ejemplo. Ha servido durante treinta años, más o menos. Hoy, la tristeza regresa. Siempre vuelve. Volvieron el encono, el odio, la repugnante manía de deslegitimar y descalificar moralmente a quien piense distinto, con aquel presidente del gobierno (nefasto donde los haya habido), empeñado en (sic) “tensar” las diferencias ideológicas entre los españoles, convencido de que para mantenerse en el poder era preciso gobernar contra la mitad de la población y muy necesario resucitar a las dos españas que nuestros padres felizmente enterraron; y de paso radicalizar y convencer a la gente que quiere vivir y trabajar en paz de que las posiciones tibias son inadmisibles. Volvió el “conmigo o contra mí”, “o eres de izquierdas y feminista de la @, o eres un fascista y un machista digno de ser denunciado en comisaría”. Los ocho años de gobierno de aquel insensato han dejado como peor herencia esta crisis política, institucional, de convivencia. La situación económica se remontará como se pueda, si es que se puede. Pero a ver quién devuelve la amabilidad a la sociedad civil, la confianza de los ciudadanos en su propia capacidad de enfrentar situaciones complicadas sin obsesionarse con la obligación de insultar a la policía y denigrar al vecino por facha. Y para qué hablar de la confianza en las instituciones. Y en la democracia. Era lo peor que podía pasarnos y, claro: ha sucedido. Esto es España, no lo olvidemos. Somos el país de la ley de Murphy por antonomasia.
Tantos y tan vistosos malos ejemplos hay en nuestra historia... Los indignados, cabreados y soliviantados tienen dónde elegir. A falta de proyecto y liderazgo, buenas son las piedras. La culpa es de los demás, como siempre, por no dar buen ejemplo.