La visita ha tenido algo bueno: su brevedad. Aunque también ha habido algo siniestro, tirando a sórdido, en esos minutos de abandono entre portadas de colorines con letras en relieve: el esplendor de lo deleznable bajo los focos aplastantes del aeropuerto. Uno traspasa el umbral de esa capilla dedicada al culto efímero del consumo zascandil, pone la vista en los títulos, lee alguna contraportada, se entera de que un bodrio de entretenimiento histórico, escrito por alguien que sabe manejar Word, lleva 4.000.000 de ejemplares vendidos ”En todo el mundo” (eso dice la faja publicitaria, sin especificar en qué partes del ancho mundo se ha vendido semejante engendro); comprueba una vez más, otra vez, que el mercado editorial está en manos de una partida de desalmados y sale de allí pitando, jurándose no volver a poner los pies, nunca más, en caverna parecida ni en lo luminoso ni en lo lóbrego.
Faramio sabe que tarde o temprano quebrantaré mi propósito, pues el espíritu está presto pero las esperas en los aeropuertos son demasiado aburridas. Aburrido y con dolor de pies echaré otro vistazo a los éxitos del momento y fijaré la vista en otras portadas, otros colores, otros delirios del diseño y otros títulos que habrán reemplazado en cuestión de semanas a los arrolladores "pelotazos" del momento. Aunque, bien mirado, esa es la gran ventaja del negocio del best-seller: duran lo mismo que el ánimo de un viajero sonámbulo, a las siete de la mañana, para comprar un tocho de seiscientas páginas en las que caben seiscientas estupideces. Del mal, el menos.