"En tiempos de crisis no hacer mudanza", rezaba Ignacio de Loyola y rezan los jesuitas. Me figuro que no se refieren a las mudanzas de camión y carraca que fulminan de vez en cuando la existencia de los buenos cristianos (y de los malos también). Aunque esas mudanzas de pecado también llevan aparejada su penitencia, sean los tiempos de crisis o de lo que fuera que hubiese antes de la crisis, una época ya olvidada, paraíso perdido al que seguramente nunca regresaremos.
Bueno, al grano, pues de lo que quiero hablar es de la penitencia al cambio de domicilio: la inevitable visita a Ikea. Horror de los horrores. Para empezar, hay una flecha en el suelo que indica permanentemente adónde tienes que ir. Y allá que van, vamos, todo el rebaño. Algunos individuos cargan bolsas amarillas a la espalda, ignoro con qué propósito aunque malicio que para nada bueno. Sigue que sigue la flechita, al fin da uno con lo que quiere comprar. Se detiene. Busca a un empleado de la casa, le manifiesta su propósito de convertirse en dueño de una mesa Höjhrengrum y el tío (perdón, el empleado), en lugar de venderla te da un lápiz y un papel. Cojonudo. En ese mismo instante se adquiere conciencia de que para comprar en Ikea es necesario un cursillo previo de capacitación, convertirse en vendedor, almacenista y transportista de uno mismo. Incluso parece recomendable trabajar un rato de cajero: tú haces la cuenta y tú te la cobras. Gran invento Ikea, el consumo liberado de culpa y excusas, adicción pura como el juego solitario del ludópata ante la tragaperras: nadie te vende nada, nadie te cobra nada... Uno mismo es el único responsable de la mesa Höjhrengrum sobre la que ahora reposan la impresora, el teléfono, el módem y unos cuantos cacharros más. Portento: fui yo, lo hice yo y nadie más. Mea culpa y santas pascuas.
Segundo círculo en lo profundo dantesco: encontrar el coche en el parking. Dejarlo, sabíamos que estaba allí. ¿Pero dónde? Mejor no preguntar a nadie porque, no lo olvidemos: Ikea, usted mismo. Los guarismos del ascensor (-3, -2, -1, 0, 1), se convierten en el último calvario; arriba, abajo, otra vez arriba de la nada. Y servidor empujando el carro con la mesa Höjhrengrum (lo que se supone que es la mesa Höjhrengrum desmontada y embalada), un salero de diseño que ocupa lo que una urna funeraria, dos velas aromáticas que huelen a frambuesa y vainilla, un perol con tapadera, cubertería de veinticuatro piezas, un cubo de plástico que alguna utilidad tendrá y dos alfombrillas que no me acuerdo para lo que sirven. Las compras ocuparon hora y media, entre dar con el objeto de nuestra necesidad, escribir y cumplimentar correctamente el formulario, buscar en el almacén, viajar hasta la caja y cobrarnos. Dar con el coche fue trabajo distinto y más laborioso, otra hora y media bastante más larga y mucho más angustiosa. Ya me veía como Tom Hanks en La terminal, atrapado en el absurdo y condenado a residir unos cuantos años en el parking de Ikea. Al final, venturosamente, Ignacio de Loyola intercedió por nosotros. Allende la sección P/1-22/A1 estaba el automóvil, tan amarillo como siempre, tan quietecito, como si no hubiese roto un plato en la vida...
Todo lo cual sucedió ayer, sábado. Hoy, domingo, me he despertado a las 12´15. Hacía muchos años que no amanecía a semejantes horas. Creo que voy a esperar otros tantos, calculo que aproximadamente medio siglo, para volver al parking maldito. Y a Ikea. Y a cualquier centro comercial que no se llame, por lo menos, "Ultramarinos Fernández", que esté cerca de casa y se pueda ir andando. Ese lujo, digo bien: an-dan-do. O sea: a pie. O sea caminando. Es decir: sin coche, amarillo o rojo ferrari que fuese.