Indignado estoy (y eso que he comido)

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 Una detrás de otra. El hundimiento de Bankia ha colocado una vez más la economía española al borde del precipicio. El rescate de esa entidad con cantidades obscenas de dinero público es ya anécdota. Que uno de los consejeros del monipodio se haya autoconcedido una indemnización de catorce millones de euros por abandonar su cargo, resulta un epígrafe más en el largo capítulo de una novelucha barata que podría titularse: “Crónica amenísima del saqueo de España”. Nadie dice nada, nadie levanta la voz en el Congreso, nadie reacciona en el gobierno de “esta gran nación”. 

Iba a escribir también que “nadie se indigna”. Pero sí hay indignados, conciencia coral de la crisis (más que crisis, abordaje al Estado y devastación de la sociedad civil). Los indignados tienen voz y voto (en las urnas), pero no alternativa. Casi todas las alternativas posibles (aunque ninguna deseable) son partidos más conocidos que el viejo tango de Discépolo, “Cambalache”. La verdad es que no hay alternativa dentro del actual sistema. Salir a la intemperie en busca de aventuras a cara o cruz, también es idea majadera. Regenerar nuestra democracia (con perdón por lo de “democracia”), no es imposible; sólo es casi imposible. 

El movimiento de los indignados, al asumir la representación bulliciosa de una conciencia social alterada y hasta cierto punto beligerante, pero sin señalar modelos concretos y alternativas eficientes, ejerce en la práctica como elemento amortiguador de la crisis global (no sólo económica) que padecemos. La ciudadanía se sabe esquilmada y burlada, mas existe una expresión común del malestar, a modo de compensación moral, y también hay quien asuma la función de representar públicamente dicho malestar. Todo muy catártico y muy inútil. La dignidad queda a salvo y nos vemos, entre melancólicos y complacidos, en la de "honra sin barcos". Nos engañan, pero sabemos que nos engañan. Nos toman por imbéciles, pero sabemos que ni somos tontos ni se nos puede tomar el pelo sin que nos demos por aludidos. Lo dijo Winston Churchill en cierta memorable ocasión: “Un caballero sabe perfectamente cuándo está obligado a dejarse engañar”. 

Sencillamente: les dejamos que hagan lo que quieran porque no queda otro remedio, de momento. Cuando llegue el día en que la situación y sus circunstancias nos obliguen a contemplar la realidad sin el consuelo de las plazas ocupadas por los perros y las flautas, la solución de “a grandes males” no será del gusto de nadie. Sucederá entonces lo de siempre: demasiado tarde para imaginar otra salida. La democracia habrá dejado de tener sentido, definitivamente.

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