Cuando la Semana Santa cae en abril, su final suele ser buen día para hablar de la República. Como este año, además de caer en abril la Semana Santa, el yerno del rey ha caído por los juzgados de Palma, se redoblan las circunstancias favorables (o ya las redoblará el buen redoblador), para traer a colación las tres ediciones frustradas de la República Española: primera, segunda y tercera.
La primera se fue al garete porque una turba de políticos descerebrados, representantes del pueblo en el parlamento nada menos, convirtieron a España en un puzzle cantonal donde los vecinos de la soberana Villarriba masacraban a los de la no menos soberana Villabajo, precisamente en soberana demostración de que la independencia territorial e imperio de la ciudadanía se demuestran a tiros y se pagan ( y se cobran) con sangre. Mucha. Cuanta más, mejor.
La segunda no cuajó del todo debido a que, desde su mismo nacimiento, nadie le dio la menor oportunidad. Los partidos de derechas eran monárquicos o de orientación fascistizante, antirrepublicanos hasta la médula. Los de izquierda y los nacionalistas odiaban aún más a la República. Para unos, significaba la insidiosa formulación política y justificación legal de la explotación capitalista y el dominio de la burguesía; insidiosa por cuanto las formas democráticas enmascaraban el núcleo inalterable (antipopular, reaccionario), de dicha supremacía. Para los otros, la República era el modo en que se organizaba la opresión del Estado español, la odiada España: un enemigo al que combatir a muerte, hasta la completa traición. Finalmente, el bando nacional, después de tres años de guerra civil, triunfó donde otros habían fracasado: liquidar el orden republicano. (Lo de “orden” es un decir). Desde la huelga general de 1934 (primer levantamiento en armas contra la II República), a la independencia de Cataluña, pasando por las “revoluciones” anarquistas, el chequismo y el terror rojo implantados por el PCE y los sectores largocaballeristas del PSOE... Lo dicho: nadie dio la menor oportunidad a aquel régimen que llegó tras la abdicación de Alfonso XIII, un rey descreído de sí mismo y de la institución que encarnaba, tan cobarde como ágil para desaparecer del escenario cuando la situación se tornó adversa. Alfonso XIII es el paradigma del poder entendido al estilo isabelino (de Isabel II, se entiende): reinar para los días de fiesta, cuando no hay problemas serios a los que hacer frente. Cacerías, comilonas, bailes de palacio, amantes, frufrú de encajes y aroma alhelíes; eso significaba reinar para aquel rey que no tuvo agallas de serlo cuando hacía falta. Si Miguel Primo de Rivera, fallecido un año antes en París, hubiese sido testigo de aquella deserción, se muere otra vez del disgusto; él, que se fue al otro mundo amargado por la verdad indomable de las dos Españas: la que lo odiaba por haber pretendido someter la tiranía de los caciques a las leyes del Estado y la que lo aborrecía, no sabemos si más o menos, por haber puesto coto al pistolerismo sindical en Barcelona, los delirios leninistas de una izquierda ultramontana y las ambiciones separatistas de un nacionalismo envalentonado por la debilidad de la monarquía. Los otros, lo que no eran reyes, dioses ni tribunos, los militantes del Frente Popular en “la guerra de clases”, también fueron paradigma, a su manera: de la cerrilidad, el fanatismo y la ferocidad contra “los enemigos de clase”... Paradigma de esa ciudadanía proclamada “soberana” a la que antes hacía referencia, para la cual, sin excepción, el poder se demuestra a tiros y se paga y se cobra con sangre. Cuanta más, mejor. A la vista de aquellas mimbres, no es de extrañar el cesto que salió. Un servidor nunca justificará el franquismo. Pero se lo explica.
Falta la tercera. Porque a la tercera, en este caso, no va la vencida. La tercera República española se malogró desde el mismo momento en que cuatro insensatos, por lo general afiliados a una izquierda tan insensata como ellos, decidieron que las anteriores repúblicas fueron idílicos paraísos de democracia, solidaridad, civismo, instrucción, progresismo y buen rollo. Y sacan la tricolor, venga a cuento o no, en todas las manifestaciones a las que acuden (muchísimas, ruedan más por la calle que la moto de TelePizza). Con estos inicios tan en las nubes, tan desvinculados de la realidad social y la experiencia histórica, el resultado es previsible. Nuestra República, la tercera, se jodió antes de nacer.
De la cuarta aún nadie ha hablado una palabra. A lo mejor se deja llegar cuando menos lo pensemos. O cuando más se la invoque. Pero todavía no es su momento, pues de momento la tricolor comparte podium con la arcoiris, el perro y la flauta y las rastas. No es su mejor época, por tanto. Pero no la olviden.