Las historias gallegas de Álvaro Cunqueiro

Compartir en:

Es la única explicación, creo. Hay autores que necesitan "crear un ambiente" para hacer verosímil y sustentable el fondo de su discurso. De la forzada tenebrosidad romántica a la exuberancia selvática del realismo mágico, conocemos el esfuerzo de notables escritores por crear mundos evocadores, plenos de imaginación y fabulosas pasiones, todo lo cual les exige un esfuerzo estilístico notable, además de cierta argumentación (intratexto o a modo de coda) que "organice" ese gran concierto barroco ofrecido en cada uno de sus libros. Cunqueiro no necesita tanta ingeniería.

Todos sabemos de lo que hablamos cuando hablamos de Cunqueiro, pero qué difícil es nombrar su literatura. Cabe una definición absoluta y excluyente que lo identifica ciertamente con lo magistral, pero ahí reside el problema: el adjetivo “magistral” resulta en exceso manido, y además entorna (aunque no cierra) las puertas a un comentario menos rotundo si bien igual de emocionado sobre su obra. En el breve y sobresaliente ensayo de Manuel Gregorio González que prologa esta edición de Las historias gallegas, el autor define la obra de Cunqueiro casi por lo que no es: no se trata de un autor retardario ni su prosa versa sobre la Galicia heráldica y pagana de Valle Inclán. Es un autor instalado en los soberanos ámbitos de la melancolía, pero tan lejos del desafuero romántico como de las truculencias góticas, o las fantasías ultracósmicas y terribles de Lovecraft. Leemos, pues, a Cunqueiro; sabemos que muy difícil, acaso imposible, será encontrar un autor en la literatura española que esgrima con tanta dulzura y eficacia el lenguaje narrativo (si acaso, su simétrico y diametralmente opuesto Pla), pero nos sigue quedando como una sensación desazonadora. No es un tardoromántico, ni un adelantado del realismo mágico, ni un escritor “fantástico”. Pero, ¿qué es? Puede que literatura en estado natural, emanada instintivamente a través de una voz que comparte su latido poético (en sentido amplio, por favor) con el entorno del cual fluyen cada imagen y cada sentimiento acogidos en la prosa con que dicha voz se expresa. 

Es la única explicación, creo. Hay autores que necesitan “crear un ambiente” para hacer verosímil y sustentable el fondo de su discurso. De la forzada tenebrosidad romántica a la exuberancia selvática del realismo mágico, conocemos el esfuerzo de notables escritores por crear mundos evocadores, plenos de imaginación y fabulosas pasiones, todo lo cual les exige un esfuerzo estilístico notable, además de cierta argumentación (intratexto o a modo de coda) que “organice” ese gran concierto barroco ofrecido en cada uno de sus libros. Cunqueiro no necesita tanta ingeniería.

 

En lo que a imaginación, fábula y mágica humanidad se refiere, Cunqueiro, “lo lleva puesto”. Por este motivo, se mezclan en la prosa de Cunqueiro, con toda llaneza y naturalidad, los ámbitos de ultramundo y sobremundo, los hechos cotidianos más triviales (cargados de sabor y gusto por lo pequeño), con fenómenos del más allá que transitan apaciblemente, sin estridencia ninguna, como “dados por hecho”; una parte más de la realidad que se muestra cuando es preciso y sin que nadie salga espantado, ni siquiera demasiado sorprendido. Los prodigios en la obra de Cunqueiro suceden casi siempre en casa, ante testigos que los contemplan con absoluta familiaridad, como hechos relevantes aunque no estrafalarios de lo cotidiano. Los vivos y los muertos de Cunqueiro conviven en el mismo mundo (curiosa la querencia de los muertos por los asuntos y afanes de este lado de la realidad); y como del mismo mundo son, se tratan cual vecinos bien llevados. No hay controversia, sólo literatura.

 

Sobre estas 67 historias gallegas, las cuales se emitieron a modo de semblanzas en distintas emisoras gallegas, entre 1981/82, al poco de la muerte de Cunqueiro (o mejor dicho, su mudanza y despertar de la vida en la aldea ultramundana que tocase, sin resaca ni remordimientos, con toda sencillez), lo más descriptivo que según mi entender puede decirse es que se trata de un compendio milagroso de prosas excepcionales: breves, deliciosas, mimadas, caprichosas, exquisitas... Cada una de estas historias ofrece una muestra valiosa por lo grande y preciosa por lo breve de la genialidad de Cunqueiro, desde el joven Agustín de Melon o de Quines (a lo mejor de Covela o de Rivadavia), que salvó del verdugo “de miragre”, al Tristán García que conoció a su Isolda en Venta de Baños, siendo la mujer anciana y churrera, y consumando aquel gran amor en acto sublime, por un regalo de churros. Contar más sería dislate, o pero aún: exceso. Hay que leer estas historias gallegas, oportunamente reeditadas por Paréntesis en una colección (Orfeo), que crece en contenidos y prestigio. Con autores así, y con editoriales dispuestas a rescatarlos, da gusto.

 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar