Se equivocaba, como casi siempre. El hombre era voluntarioso aunque no muy hábil para las sutilezas políticas; es lo que tiene acostumbrarse a gobernar a base de ordeno, mando y usted se calla: se pierde el gusto por los detalles. En este caso, por la correcta disposición de términos en frase tan transcendente.
“Hemos olvidado la victoria, pero no la guerra” habría sido expresión razonable, inversa y mucho más atinada; una actitud juiciosamente exigible a quien gobierna sobre los resultados de una guerra civil, ya lejanos en el tiempo aunque con plena vigencia en la cotidianeidad de la sociedad española de la época. Pues aparte del contenido humano, humanitario si lo prefieren, de la proposición “olvidar la victoria” (es decir, no gobernar en representación de los españoles que ganaron la contienda y en contra de quienes la perdieron, sino para todos los compatriotas), era y sigue siendo de lógica anhelar que nadie, ni el presidente del gobierno ni el último opositor al régimen de Franco, debería haber olvidado la guerra, la terrible y traumática forma en que España se vio abocada, necesariamente condenada por la Historia, a resolver su crisis secular, zanjar la enervante y perpetua controversia entre las burguesías “española” y periféricas y, de la mejor manera posible dadas las circunstancias, desactivar el polvorín de las desigualdades económicas y sociales, el injusto reparto de la riqueza y la división de los españoles en dos únicas clases: opulentos (unos pocos), y pobres en legión.
Porque aquella propuesta de carácter racional y humanitario (ahora sí, humanitario), de no olvidar nunca la guerra civil para no volver a caer en los mismos errores que la desencadenaron, entrañaba el reconocimiento de una evidencia histórica inapelable, menos amable y un poco más dura de asumir, pero igualmente útil para comprender el real significado del ejercicio del poder: todas las sociedades y civilizaciones, los regímenes políticos, dinastías reinantes y democracias obrantes, todos sin excepción se legitiman en última instancia con un acto fundacional de violencia. La historia de Europa es una crónica larguísima de testas coronadas que acabaron separadas de su real cuerpo. Quien inauguró el ritual, un poco anticipado a la edad contemporánea, fue Carlos I de Inglaterra. También en América se mostraron diligentes en ganar por la mano a la Revolución francesa: la Constitución de los Estados Unidos (1787) se redacta sobre los estampidos de una guerra colonial, y se necesitaría otro enorme conflicto bélico, la guerra de secesión, para rematar el andamiaje de la nación norteamericana.
Son ejemplos, desde luego, y ese valor tienen: mostrar cómo ningún país, antiguo o reciente, escapa a los efectos de la violencia como método basal para constituirse jurídicamente.
Ya ventea el avisado lector por dónde van las argumentaciones. En efecto, en España también tuvimos nuestra ración de violencia (desmesurada, crudelísima, indeseable a todas luces) para justificar el paso a la modernidad de una sociedad anclada en tierra de nadie, donde la aristocracia seguía pensando que la nación era su latifundio mientras que los anarquistas colectivizaban tierras y fábricas y metían fuego a los registros catastrales. Hubo, sin embargo, un momento histórico decisivo, una oportunidad de transitar pacíficamente de la caótica amalgama donde rebullían vestigios imperiales con soflamas soviéticas, y llegar sin mayores daños a una sociedad democrática, moderna y sujeta al imperio de la ley. Me refiero, claro está, a la renuncia al trono de Alfonso XIII y la proclamación de la II República. Pero también muy claro está, y clarísimamente se puso de manifiesto, que a excepción de un puñado de republicanos convencidos, nadie iba a dar la menor oportunidad a un régimen democrático en la España de 1931. Los primeros en arrimar la piqueta de demolición fueron los nacionalistas vascos y catalanes y, por supuesto, las izquierdas mayoritariamente comandadas por el socialismo. Espectaculares resultan los acontecimientos de 1934, cuando las juventudes socialistas y el sector largocaballerista del PSOE se lanzan a la revolución, proclamado el momento preciso de instaurar la dictadura del proletariado, en tanto que Lluís Companys declara la independencia de Cataluña, el “Estado Catalán de la República Federal Española” que los sucesivos presidentes de la República estuvieron soportando mal que bien hasta el fin de la guerra civil. No podían permitirse el extravío de un socio tan fundamental, y de la misma manera que condescendían con los desmanes frentepopulistas, pasaban por alto aquellos delirios confederales del iluminado Companys (o la directa traición, como el célebre “pacto de Santoña”, donde el PNV, fiel a su estilo, se cubrió como siempre de gloria). Manuel Azaña, en sus Memorias políticas y de guerra, relata cómo fue respondido por una telefonista de la Generalitat cuando, solicitando hablar con Companys, se identificó como presidente de la República: “Que te crees tú eso” (Ed. Grijalbo. Obras completas. Tomo IV, págs. 827-28).
Ese fue el panorama, aquella tragedia del republicanismo español. Fueron valedores de un régimen de libertades que para la izquierda obrerista representaba una “democracia burguesa”, eslabón efímero hacia la dictadura del proletariado, y para los nacionalistas significó la oportunidad soñada de entonar el anhelado “bye, bye, España”. Y así le fue a la República, y así acabaron las cosas. Y por esa razón, no por ninguna otra, no queda otro remedio que admitirlo: la legitimación histórica y la “autoridad civilizada” de la actual democracia constitucional española se encuentra, en último término, en una guerra civil. La nuestra.
¡Pero qué burradas dice usted! ¿Qué tendrán que ver la guerra y el denostado y parlamentariamente reprobado franquismo con nuestro moderno ordenamiento constitucional?
Tranquilo, don Andrés, que me explico después de este punto y aparte.
Me atengo a lo que hay. Francisco Franco, en su testamento político, dejó escrito y muy mandado: “[Os pido] que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo y colaboración que de vosotros he tenido”. Bien, pues parece que hemos salido obedientes al Caudillo, al menos en esa parte de sus instrucciones. Hace cuarenta años la gente se juntaba por cientos de miles en la Plaza de Oriente al grito de “Franco-Franco”; hoy día, merced a los avances tecnológicos, se ahorran el paseo pero votan por el móvil y ensalzan a Su Majestad como “El español más importante de la Historia”.
Pero el asunto no quedó en ese folclórico aprecio a la figura del monarca, como todo el mundo sabe. Abundar en los detalles de cómo el régimen de Franco se recicló en democracia, la ayuda impagable en el difícil avatar que le prestaron todos sus adversarios políticos (muy meritoria desde el punto de vista patriótico, y lo digo sin ninguna retranca, más bien convencido de ello), o interrogarnos sobre por qué la Unión de Centro Democrático, heredera declarada del franquismo reformista, gobernó con holgura parlamentaria desde 1977 a 1982, sería eso precisamente: una soberana redundancia. De aquellas reformas, de la Transición a la actualidad, ¿qué ha cambiado sustancialmente en las formas de organización jurídica y política de España? Básicamente, nada. Nuestro Estado y nuestro sistema de gobierno continúan siendo herencia de un régimen autoritario que a tiempo se apercibió de que España no es Argentina: peronismo sin Perón, vale; franquismo sin Franco... imposible.
Seguramente a todos (mejor dicho, a muchos), nos habría gustado que los acontecimientos hubiesen devenido de otra manera, pero con tal deseo y un bono-bus, puede uno subirse al autobús. Tampoco es tanta la tragedia. A riesgo de parecer reiterativo vuelvo a referir el ejemplo de los Estados Unidos, una sociedad que hunde sus raíces fundacionales en una tremenda guerra civil; y no parece que les vaya tan mal, por lo menos en cuanto a entenderse entre ellos se refiere. Si bien, y hablando de entendimiento, no puedo acabar este artículo, ya un poco largo, sin referirme a quienes hoy, treinta y cinco años después de la muerte de Franco, a treinta y tres de celebradas las primeras elecciones democráticas y pasados treinta y uno de vigencia constitucional, van de periódico en emisora radiofónica y de Noria en María Antonia exigiendo reparaciones históricas que en su tiempo, a lo mejor, tenían algún sentido, aunque el mismo tiempo las haya transformado en espectrales distonías de quienes cuando pudieron no quisieron y cuando quieren ya no pueden. La última, atrabiliaria hasta la esencia: la demolición de la basílica del Valle de los Caídos, o en su defecto y como poco la voladura de la cruz que preside el conjunto monumental. No se apuren que no entro en el debate, entre otras cosas porque me repugna discutir sobre el buen o mal uso de la pólvora y los explosivos en general. Sólo un breve apunte:
Esa pretendida voladura, si llegara a producirse, ¿podría interpretarse como representación incruenta de un necesario acto de violencia que sustituiría la legitimidad dimanada de una guerra civil por el estallido de un símbolo religioso? En tal caso, a punto de entrar en la segunda década del siglo XXI, ¿qué clase de sociedad estaríamos (re)fundando? Porque a un servidor... a ver, sin querer dar demasiadas revueltas al asunto..., lo de volar edificios, estatuas y monumentos, le suena más que otra cosa a fechoría talibana.
Cada día estoy más convencido: a alguna gente, vaya usted a saber por qué, le sucede en 2010 lo mismo que le pasaba en 1975 a don Carlos Arias Navarro. Son capaces de olvidar la guerra, pero no la victoria (o la derrota, para el caso...).