Dejémonos de tonterías. Ya basta de tanta “crisis” por aquí, “crisis” por allí. Llamemos al pan, pan…, y a lo que está pasando: “el crack de 2009”. Tal es su verdadero nombre: el que la historia, tal como van las cosas, acabará dándole… como se lo dio, hace ochenta años, a su hermanito de 1929. Pero no, lo peor del crack no es que nadie se atreva a darle (aún) su verdadero nombre. ¿Qué es, pues, lo peor?
Lo peor es que todo pasa… como si no pasara nada. Todo pasa como si no hubiera estallado a nuestros pies un inmenso cataclismo (aunque algo hay de cierto: todavía no ha estallado nada de lo que, si las cosas siguen así, acabará estallando…). Todo ocurre como si sólo se tratara de errores, malversaciones, disfuncionalidades…: cosas puntuales, “¡ay, mecachis, mecachis!”, que algunas oportunas correcciones solucionarán.
Todo ocurre, a lo sumo, como si estuviéramos ante una especie de gigantesca catástrofe natural —un imprevisible terremoto, una increíble inundación, un nunca imaginado maremoto…. Es decir, como si lo que está ocurriendo no fuera algo que grandes aunque marginados pensadores (un Alain de Benoist, por ejemplo) llevaban años anunciando que podía pasar.
Todo ocurre, más concretamente, como si los cientos de miles de millones de dólares que los Estados están ofreciendo a los banqueros fueran a servir de algo. De algo más —quiero decir— que de recompensa para los inmediatos responsables del crack, así como para evitar que, quebrando éstos, se quede usted sin sus cuatro perras (o lo que haya conseguido ganar).
Todo ocurre como si nadie se atreviera a formular una pregunta, bien sencilla por lo demás: cuando se hayan quedado exhaustas las arcas del Estado, cuando se haya gastado el último dólar del actual (o del próximo) billón de dólares que los Estados Unidos, por ejemplo, se aprestan a otorgar a sus banqueros, ¿quién seguirá tapando el gran hoyo sin fondo? (Y como estas gigantescas magnitudes acaban no diciéndole a uno nada, les propongo lo siguiente: hagan un paquete —sólo imaginario…— con 1.000.000 $; pongan a su lado otro paquete igual, y luego otro, y otro, y otro… hasta un millón de veces: ahí tienen, muy exactamente, lo que es un billón de dólares.)
Todo ocurre, en una palabra, como si no fuera nuestro modelo mismo de sociedad lo que ha fracasado estrepitosamente, lo que hay que poner en la picota; como si no fuera toda nuestra concepción del mundo aquello sobre lo que se impone pensar y reflexionar —a fondo, radicalmente.
Entendámonos, sin embargo. ¿Qué es lo que, en realidad, ha fracasado? ¿Qué es lo que hay que poner en la picota? ¿Es, acaso, el mercado, el comercio, la búsqueda de la ganancia… como tales? ¿O es solamente el lugar que, en detrimento de los valores del espíritu, tales cosas ocupan en nuestro imaginario colectivo, en nuestra escala de valores: ahí donde lo económico ejerce hoy su tiranía implacable?
No, no es el mercado como tal lo que se impone cuestionar. Es su degeneración especulativo-capitalista. Y si a alguien le da miedo que se mencione el capitalismo y se hable de impugnarlo, puede cómodamente sustituir el primer término por otro. Puede hablar, por ejemplo, de “impugnar la concepción economicista del mundo”: una impugnación que, como decía, no implica en absoluto el cuestionamiento del mercado y de las instituciones que conlleva.
Ya basta, por favor, con la fácil coartada, con la aburrida cantinela que sacan sin parar (no tienen otra) liberales y socialistas —capitalistas todos, en fin: incapaces de recurrir a otro argumento que no sea el del miedo ante la momia ya históricamente liquidada del comunismo.
Seamos claros, taxativos: lo que se impone no es en absoluto atacar al mercado —esta institución milenaria que sólo una locura movida por el odio “proletario” (como lo llamaban) pretendió un buen día abolir. Lo que se impone es defender al mercado, al de verdad —poniéndolo, eso sí, en su sitio: en el secundario, en el restringido lugar que es el suyo.
¿Por qué se impone defender —pero sólo en tales términos— al mercado? Por la sencilla razón de que el mercado, ese espacio en el que los hombres intercambian (o intercambiaban) objetos de uso, mercancías y productos destinados a su deleite o a su subsistencia (ya sea en lo inmediato o en una fase ulterior de la producción); el mercado… es precisamente una de las cosas que hoy sucumbe bajo la locura especulativa que nos embarga.
El mercado se ve arrasado por la vorágine de esa codicia infinita que ha hecho que todo el tinglado económico se embalara a ciegas, se pusiera a dar vueltas sobre sí mismo, acabara actuando, en sus resortes más decisivos, en aras de la producción por la producción, del dinero por el dinero, de la especulación por la especulación.
En aras, por ejemplo, de edificar, con vistas exclusivamente especulativas, esos dos millones de viviendas nuevas que hoy se han quedado, entre nosotros, desoladamente vacías; esos dos millones de «hogares españoles» (se les llamaba antaño) que sumados (¿otro millón quizá?) a las viviendas vacías de segunda mano, configuran —basta juntarlas imaginariamente— la mayor de todas las metrópolis de España. La más fantasmal, la más monstruosa también.