Lógico: en un mundo en el que todo se compra y se vende

Vender la virginidad

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Lo más chocante del último arrebato en Internet no es que haya decenas de pavas dispuestas a vender su virginidad por cantidades que oscilan entre los dos millones y medio de dólares y los seiscientos euros, sino que acudan a la miel individuos dispuestos a pagar por la supuesta desfloración. Digo supuesta porque las chicas, que se anuncian con fotografías sugerentes, muy ilustrativas, tienen unánime aspecto de ser vírgenes por la parte del cajón de la mesita de noche, único lugar donde nadie se la ha metido todavía. Pero ellos, los clandestinos compradores de virtud venida a menos, una de dos: o son imbéciles de nacimiento o contumaces depravados. La Interpol debería vigilarlos, bien para evitar que se estafen cantidades considerables a un montón de palurdos o, en el peor de los casos, previendo males mayores. No está la vida como para que las niñas se vayan con el primer menda conocido en la red que prometa un dinero por la bajada de tanga y etcétera.
Adónde vamos a llegar, diría san Froilo, patrono de los triángulos escalenos. Pues adonde hemos llegado: a ninguna parte. Esto de perder la virginidad es un negocio casi tan antiguo como mantenerla. ¿Cuántos precintos remendaría Celestina antes de hacerse famosa gracias a la literatura? Eran otros tiempos aunque el mismo sistema. Unas se dejaban la honra a cambio de la bolsa y otras labraban su futuro cotizando en el mercado matrimonial con el himen intacto. En el fondo, las conductas escandalosamente nuevas reiteran los mitos y prejuicios más atávicos. Quien ansía comprar una virginidad quiere sentirse como señor del páramo en uso del derecho de pernada. La única diferencia: al conde duque Godofredo de Aquitania le salía gratis el achuchón. Para “epatar” al personal se desentierra una leyenda tan rancia como la virginidad femenina. Nada nuevo bajo el sol.
Si es que vamos de modernos y somos más arcaicos que el arado romano. Por ejemplo —sólo por poner un ejemplo—, la que ha organizado Wyoming con el falso vídeo en el que maltrata verbalmente a una becaria, colado en plena diana a Intereconomía, cadena rival de la Sexta aunque muy semejante en la aburrición de contenidos. Trasladar informaciones erróneas al enemigo es táctica empleada desde las guerras púnicas. Otra cosa es que el rival sea tan zote como para creerse las noticias del contraespionaje. Y otra cosa, ya mucho más seria, que la gansada de Wyoming haya originado un intenso debate sobre ética y deontología en los medios de comunicación. ¿Es lícito impostar una acción delictiva, cual es el acoso laboral, con objeto de ganar audiencia? En tal debate andan las cadenas de TV. La reina madre nos valga. Ellos, los que hacen su agosto sacando a un yonqui que llena la jeringa con agua de los charcos, someten al hambre y vistosas vejaciones a los concursantes de “Supermodelo”, atizan la brutalidad intramuros de “Gran Hermano”; los mismos que llevan dos décadas atiborrando a su audiencia con las historias más sórdidas del famoseo: cuernos, suicidios, tumores terminales, trasplantes de pene, conspiraciones para asesinar al presentador tocapelotas y muchísimas otras animaladas, esos mismos, se ponen ahora serios y medio se rasgan las vestiduras por una putadita como la de Wyoming a Intereconomía. Vivir para ver, exclamaría santa Dobla, patrona de las doncellas de Calatayud. Una santa, por cierto, con muy poca clientela. Desde el penoso asunto de la Dolores no hay en todo Bílbilis mocita que se reivindique por tal. Según en qué sitios, la “excusatio non petita” acusa más que el fiscal de la Audiencia. Mejor nos callamos todos. Si la doncella es doncella, lo sabe él, lo sabe Dios y lo sabe ella. Y nadie merece más explicaciones, a menos que el pardillo de turno esté dispuesto a pagar 2.000.000 de euros por averiguarlo.
© La Opinión de Granada

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