No, no murió Luis Racionero de lo que estas semanas mueren y seguirán muriendo tantos. Pero la muerte que nos azota ha hecho que su fallecimiento quedara como engullido en la gran acometida en la que está empeñada la Parca. Por ello nos apartamos un momento de la línea que la actualidad nos impone estos días para acoger el artículo que Fernando Sánchez Dragó ha dedicado a Luis Racionero.
Nos complace tanto más hacerlo cuanto que dicho artículo —excluido el domingo pasado de la edición digital de El Mundo— sólo aparecería días después en la versión impresa del rotativo que, alegando razones económicas, acaba de despedir, tras tantos años de colaboración, a Dragó y a otros columnistas.
Pero nuestro hombre sigue en la brecha. Imperturbable, acaba de abrir —a veces no hay mal que por bien no venga— una cuenta de Twitter: https://twitter.com/F_Sanchez_Drago. ¡Sí, Dragó en Twitter! Vivir para ver... Vale, en efecto, la pena verlo y, sobre todo, seguirlo.
J. R. P.
Con la muerte de Luis Racionero se me va media vida. Lo malo es que la suya se le ha ido entera. Entró en la mía a finales del 78 y ya nunca dejamos de compartir aventuras culturales, recorrer lejanas tierras y apoyar las mismas causas. Fue una rara avis no tanto por sí mismo cuanto por el entorno en el que le tocó vivir. Era un gentleman, un dandy, un oxoniense, un sibarita, un cosmopolita de club británico nacido en un país de cabreros (Gil de Biedma). En el grupo de Bloomsbury no habría desentonado, pero aquí incomodaba. Urbanista con ribetes de artista y escritor doblado de científico, resultaba inclasificable: algo que en España no se perdona. ¿Oriente y Occidente? ¿En catalán y en castellano? ¿Ni de derechas ni de izquierdas? ¿Ni ateo ni creyente? ¡En qué quedamos, hombre de Dios! Ignorar a Luis no era posible, pero su elegancia, su erudición, su paganismo, su aristocrático desdén y sus ideas, jamás sometidas al yugo de los valores dominantes, lo convertían en un outsider. Cierto es que recibió premios, ostentó honores y ocupó cargos importantes, pero siempre por debajo de sus merecimientos. Era muy catalán y en Cataluña pasó buena parte de su vida, pero tenía, como el cuco, la díscola costumbre de poner sus huevos literarios en otros nidos: la universidad de Berkeley cuando en ella estalló la contracultura, los termiteros del underground, la Atenas de Pericles, la Florencia de los Medici, la androginia de Leonardo, el taoísmo, el misticismo, la enteogenia, los trovadores... Fue ensayista, novelista, memorialista, biógrafo, docente y cineasta.
Éramos libres, libertinos, elitistas y mujeriegos
Demasiado festín para el metabolismo ibérico. Sobrevivió a seis historias de amor, tal como apunta el título de uno de sus libros más impertinentes, y salió de ellas escaldado. Yo le presenté a Elena Ochoa, y fue un buen lío. Él intentó ligar con tres de mis novias, que no accedieron. Tomó su primer ácido con Escohotado, con Carlos Moya y conmigo en la casa campestre de un psiquiatra que era entonces, a finales de los ochenta, como la finca toscana en la que Boccaccio ambientó el Decamerón. Formó parte del núcleo duro de El Mundo por montera. Éramos libres, libertinos, elitistas y mujeriegos. El último guiño burlón de su peripecia fue morirse horas antes de que sus odiadas feministas salieran a las calles que él ya no recorrerá. Adéu, Luis. También yo voy a guardar silencio. Éste es el último aullido del Lobo, que se retira a su cubil.
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